En uno de los frecuentes ejercicios de nostalgia, a los que tan habituados estamos los que tenemos cierta edad, les contaba, a los que pacientemente me oían, un caso curioso que aconteció cuando era niño. Sería por el año 1964 aproximadamente, pues no tendría yo más de 11 años. El lugar, el barrio y la “zona fronteriza” que existía entre éste y el área residencial donde vivían los americanos que por aquel entonces colonizaban una parte de Sevilla, agregados a las bases aéreas militares que el franquismo les permitía, en Morón de la Frontera y el aeropuerto de San Pablo.
Ocurría que, para los negruzcos y famélicos niños sevillanos que ocupaban las barriadas limítrofes en aquellas fechas, el desconocido y novedoso mundo que se presentaba ante nuestros ojos era tan fantástico e inabordable, que ni siquiera la amenaza de la Guardia Civil, “encargados de protegerles”, ni el temor de los robustos y rubios cuerpos de los niños yanquis, hacían que desistiésemos en profanar su vigilado territorio.
Era un paraíso cercano que te succionaba y te fortalecía para introducirte en ese reino prohibido y misterioso donde descubríamos gentes y palabras diferentes, juguetes, comidas, chucherías y juegos, hasta ese instante, para nosotros, ignorados. Nada nos detenía a invadir ese lugar idílico, ni siquiera la amenaza que pendía sobre nuestras cabezas –nunca más acertado el término- si nos atrapaban los del acharolado tricornio: el castigo consistía en meter la maquinilla - aquella antigua de pelar- por la cabeza, desde la frente, continuar en línea recta hasta finalizar en la nuca, y luego, cruzándose con el surco anterior, de oreja izquierda a derecha, quedándote una vistosa cruz que te marcaba para varias semanas. Y si reincidías, la cruz la pintaban con un color llamativo, para hacer tu localización más fácil.
Jamás entendimos el comportamiento poco amigable del Benemérito Cuerpo contra nosotros. La verdad es que no veíamos nada reprobable en nuestros actos cuando accedíamos al territorio enemigo: llegábamos al parque, desalojábamos a los rubitos que jugaban en los columpios y lo toboganes, y los tomábamos "prestados", hasta que teníamos que salir corriendo ante la amenazante presencia de la verdosa pareja.
Si por el camino encontrábamos una bicicleta “tirada”, algún vehículo teledirigido “abandonado”, o algún que otro cacharro perdido, nos precipitábamos sobre ellos -dando gracias al cielo por la suerte que habíamos tenido encontrando tan difíciles objetos-, y los llevábamos a nuestras casas, guardando siempre las precauciones oportunas para que no los viesen nuestros padres y quisieran explicaciones comprometidas.
No es que tuviésemos remordimiento por nuestro comportamiento. Nosotros –en nuestra fabulación cómplice- nunca creímos cometer un acto reprobable, porque lo único que hacíamos era recoger de la calle los trastos que los niños americanos “no querían”.
Luego estaba el conflicto que manteníamos con los yanquis mayores, hermanos de los que ayer sufrieron nuestro refriega. Esta batalla se dilucidaba entre la “zona fronteriza” (una gran extensión de terreno plantado de limoneros) que separaba la parte española de la americana. Siempre ocurría de la misma manera. Cuando más enfrascados estábamos en la captura de la brillante culebra, o del ocelado lagarto, o de las escurridizas lagartijas, allá que aparecían ellos a tomar venganza en nombre de sus "escacharrados" hermanitos. Ágiles –como años después descubriría en West Side Story- se llevaban las manos a los bolsillos de sus chaquetas y sacaban sus navajas automáticas, que la verdad sea dicha, impresionaban, pero nada más que eso, porque sus armas no suponían nada al lado de las nuestras, el bueno de “Magulla”, -algo mayor que nosotros- y su pastor alemán, “Capitán”, el cual atrapaba la culebra por la cola y, como si de un látigo se tratara, se lanzaba contra ellos, acompañado de su fiel perro, y se bastaba él sólo contra todo el grupo, a golpes de culebrazos. Los yanquitos, individuos de hermosa presencia y saludables intenciones, no resistían la embestida de aquel harapiento embravecido y, olvidando en su huida algunas de las navajas que esgrimían, salían corriendo para su protegido recinto todo lo rápido que sus piernas les permitían.
Así, una y otra vez. Unas veces la invasión a sus dominios; otras, el intento de desquite por parte de ellos y la pretendida " confiscación" de nuestros tesoros faunísticos. Algunos, incluso, hasta se hicieron buenos amigos nuestros, y a los que les debíamos nuestras reservas de chicle americano, las tabletas de chocolate con almendras y la enseñanza de algunas palabrotas en inglés. Luego, nosotros, en contraprestación, debíamos de soportar sus perfectas patadas en las espinillas cuando jugábamos al fútbol, pero éramos españoles y agradecidos, y lo aceptábamos. Ya desde chiquillos entendimos lo que más tarde conoceríamos como las relaciones diplomáticas cordiales entre dos pueblos. Y les dejamos que disfrutaran de nuestras hermanas, y que llenaran el barrio de mulatos. Todo lo hacíamos por el “entente cordiale”, eso sí, que no tocaran nuestras culebras ni nuestros lagartos.
Que sorpresa he tenido al encontrar de pura casualidad un blog como el tuyo es simplemente genial. Suerte sigue asi.
ResponderEliminarAunque sea un poco tarde para contestar (hasta hoy no he revisado los comentarios atrasados, has de perdonarme) quiero saludarte y agradecer el comentario que me haces.
ResponderEliminarUn saludo para ti Anónimo, y que te prodigues.