Nadie sabía donde encontrarlos. Buscaban por todas las casas y los alrededores del pueblo, preguntaban por ellos a los forasteros que se bajaban del autobús -algunos, en un acceso de angustia-, pero nadie se atrevía a comunicar la desaparición a las autoridades.
Los más afortunados, los verdaderamente creyentes, rogaban a Dios para que los iluminara en sus pesquisas; el resto, los apostatas de la fe, los agnósticos, refunfuñaban tímidamente –en un gesto complaciente por apoyar las plegarias de los bienaventurados- por las dificultades que entrañaba el hallazgo.
Nadie se ponía de acuerdo en el lugar donde estarían, ni los motivos de la desaparición, ni la coincidencia de hacerlo los dos al mismo tiempo. Todo eran elucubraciones; buscaban con el mismo tesón del que espera encontrar el tesoro que un día perdieron, o bien, los restos de conciencia diseminados, en la contienda que mantuvieron contra la vida.
Los hombres confiaban hallarlos; las mujeres, que se los hubiera tragado la tierra.
La responsable de este desorden público era un alma furtiva. De esas que, un buen día, se cansan del hombre que la lleva cautiva y, sin avisar ni darle explicaciones, lo abandona.
Ésta pertenece al grupo clasificado de errantes. Las hay, también, estables, taciturnas, alegres, dubitativas, lacónicas, malditas, y consecuentes, pero la nuestra, la culpable de este terrible desbarajuste en la comunidad que hasta ahora vivía tranquila, es un alma esquiva e inestable que suele quedársele, pronto estrecho, el hueco donde se cobija.
Ella es antojadiza, quejicosa, insatisfecha, ardorosa... ella es una adorable alma, de las que no duele padecerla ni cansa su sobrepeso, es de la que no te dejan descansar mientras la posees y te invalidan cuando te abandona.
El primer día que se la vio vestía de gasas blancas y azules, con los labios pintado con dulces frambuesas y caracoles marrones engalanando su pelo castaño.
Paseaba por el dique del río, lugar perfecto para quien quiere ser visto, ya que era el espacio preferido para el paseo dominical de las parejas de novios. Esa tarde lucía un radiante sol de invierno, de esos soles endomingados que invitaban a salir a la calle para absorber la ternura de sus cálidos rayos. Después de esa primera vez, varias más fueron las que se la vio: se hizo la encontradiza en la plaza municipal; en los cafés de moda su presencia no faltaba; tampoco en los grandes eventos sociales de la comunidad, pero donde más notaban su ausencia era en las misas habituales y en los tristes entierros.
Las mujeres, que ya comenzaban a engordar sus envidias, comentaban que era impía, que tenían noticias fiables de que su último y más querido poseedor murió siendo ateo, y que sólo era una vulgar y presuntuosa coqueta que venía a alterar las buenas normas de convivencia de aquel tranquilo pueblo. Pero en el fondo, lo que encerraban esas voces maledicientes, era el tímido temor que provocaban en ellas las largas miradas admirativas que sus hombres le dirigían y que, a cualquier hora y ocasión, siempre fuera referencia y centro de discusión en las conversaciones que éstos mantenían.
Por fortuna, hace ya dos semanas que no se la ve paseando las calles; justo desde la desaparición de Paco, el panadero, poeta en sus ratos libres y, los maliciosos añaden, que también comunista.
Hay quienes aseguran que algún escuadrón de la muerte lo sacó de su casa una madrugada para ajustarle las cuentas. Otros opinan, por buenas referencias, que se fugó con la hija del boticario del pueblo de abajo; las mujeres, suspirando, en un gesto irreprimible de disgusto por su ausencia, añaden que se fue a las Américas, detrás de una prima argentina con la que se carteaba.
Pero lo cierto es que, ni la deseada-odiada alma, ni el inasequible y suspirado panadero, daban señales de vida. El pueblo, con su ausencia, poco a poco recobraba la normalidad. Sin la presencia de dos seres tan inquietantes y desestabilizadores como eran, la actividad de la sociedad primitiva volvía a retomar su estable funcionamiento; cada día, los hombres buscaban menos y dedicaban más tiempo a la huerta o a la partida de dominó, y las mujeres, en una plegaria de agradecimiento, daban gracias al cielo por la estabilidad que volvía a reinar en la comunidad.
Los más afortunados, los verdaderamente creyentes, rogaban a Dios para que los iluminara en sus pesquisas; el resto, los apostatas de la fe, los agnósticos, refunfuñaban tímidamente –en un gesto complaciente por apoyar las plegarias de los bienaventurados- por las dificultades que entrañaba el hallazgo.
Nadie se ponía de acuerdo en el lugar donde estarían, ni los motivos de la desaparición, ni la coincidencia de hacerlo los dos al mismo tiempo. Todo eran elucubraciones; buscaban con el mismo tesón del que espera encontrar el tesoro que un día perdieron, o bien, los restos de conciencia diseminados, en la contienda que mantuvieron contra la vida.
Los hombres confiaban hallarlos; las mujeres, que se los hubiera tragado la tierra.
La responsable de este desorden público era un alma furtiva. De esas que, un buen día, se cansan del hombre que la lleva cautiva y, sin avisar ni darle explicaciones, lo abandona.
Ésta pertenece al grupo clasificado de errantes. Las hay, también, estables, taciturnas, alegres, dubitativas, lacónicas, malditas, y consecuentes, pero la nuestra, la culpable de este terrible desbarajuste en la comunidad que hasta ahora vivía tranquila, es un alma esquiva e inestable que suele quedársele, pronto estrecho, el hueco donde se cobija.
Ella es antojadiza, quejicosa, insatisfecha, ardorosa... ella es una adorable alma, de las que no duele padecerla ni cansa su sobrepeso, es de la que no te dejan descansar mientras la posees y te invalidan cuando te abandona.
El primer día que se la vio vestía de gasas blancas y azules, con los labios pintado con dulces frambuesas y caracoles marrones engalanando su pelo castaño.
Paseaba por el dique del río, lugar perfecto para quien quiere ser visto, ya que era el espacio preferido para el paseo dominical de las parejas de novios. Esa tarde lucía un radiante sol de invierno, de esos soles endomingados que invitaban a salir a la calle para absorber la ternura de sus cálidos rayos. Después de esa primera vez, varias más fueron las que se la vio: se hizo la encontradiza en la plaza municipal; en los cafés de moda su presencia no faltaba; tampoco en los grandes eventos sociales de la comunidad, pero donde más notaban su ausencia era en las misas habituales y en los tristes entierros.
Las mujeres, que ya comenzaban a engordar sus envidias, comentaban que era impía, que tenían noticias fiables de que su último y más querido poseedor murió siendo ateo, y que sólo era una vulgar y presuntuosa coqueta que venía a alterar las buenas normas de convivencia de aquel tranquilo pueblo. Pero en el fondo, lo que encerraban esas voces maledicientes, era el tímido temor que provocaban en ellas las largas miradas admirativas que sus hombres le dirigían y que, a cualquier hora y ocasión, siempre fuera referencia y centro de discusión en las conversaciones que éstos mantenían.
Por fortuna, hace ya dos semanas que no se la ve paseando las calles; justo desde la desaparición de Paco, el panadero, poeta en sus ratos libres y, los maliciosos añaden, que también comunista.
Hay quienes aseguran que algún escuadrón de la muerte lo sacó de su casa una madrugada para ajustarle las cuentas. Otros opinan, por buenas referencias, que se fugó con la hija del boticario del pueblo de abajo; las mujeres, suspirando, en un gesto irreprimible de disgusto por su ausencia, añaden que se fue a las Américas, detrás de una prima argentina con la que se carteaba.
Pero lo cierto es que, ni la deseada-odiada alma, ni el inasequible y suspirado panadero, daban señales de vida. El pueblo, con su ausencia, poco a poco recobraba la normalidad. Sin la presencia de dos seres tan inquietantes y desestabilizadores como eran, la actividad de la sociedad primitiva volvía a retomar su estable funcionamiento; cada día, los hombres buscaban menos y dedicaban más tiempo a la huerta o a la partida de dominó, y las mujeres, en una plegaria de agradecimiento, daban gracias al cielo por la estabilidad que volvía a reinar en la comunidad.
Hola manuel. sin comentarios, saludos.
ResponderEliminarSaludos para ti tambien Miguel. Que pases una buena tarde.
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