Cada mañana, sobre las 9.30 horas, aquella visión diaria pasaba delante de mis ojos para debilitar mis creencias. Era la dosis angelical que necesitaba mi fatigado ser para recobrar la credulidad perdida y la irrefutable aceptación de que el milagro era posible.
Cada mañana, siempre sobre las 9.30 horas, pasaba ella, aquella mujer fascinante, dulce como miel, como vino embriagadora, sutil, admirable, rompedora, malignamente traída a este mundo para hacernos purgar nuestros pecados, obstinada a sacarme, inconscientemente, de mi exacerbado agnosticismo.
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