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martes, 12 de enero de 2010

A veces, los hijos se nos parecen


Para los que no anhelamos bienestar material, ni paraisos terrenales y sí, en cambio, sensaciones y riqueza interior, nuestros hijos suponen la mayor esperanza emocional que el futuro nos depara. Luego, en el transcurso del tiempo, será o no será, pero lo cierto es que, en ellos, depositamos todos los cuidados, anhelos y voluntades, en la confianza de que crezcan lo más sano y felices posible, y que mañana, cuando estemos cerca del penúltimo viaje, no nos martirice la duda de si fue todo lo que pudimos dar.

Cuando aún están en edad donde no te cuestionan qué debes hacer con ellos, los matriculas en el colegio que mejor, piensas, les puede formar. Los embarcas, y te embarcas, en actividades extra escolares que les ayudarán a completarse como seres humanos. Los llevas a actividades culturales, recreativas, lúdicas, también sociopolíticas -por eso de que desde pequeñitos vayan conociendo el entramado social-, pero luego, cuando ya no están atados a nosotros, cuando no necesitan de nuestro cordón umbilical, se transforman en lo que la naturaleza ha dictado, algunas veces, alejados del prototipo que muchos nos habíamos imaginado, pero, a diferencia de la madre de Hildegar Rodríguez, nosotros no acabamos con sus vidas, es más, los amamos aún más y los respetamos.

El objetivo primario de los padres no fue más que el bienestar de sus cachorros, como nos muestra diariamente los reportajes de la 2; el único, y grave, delito que hemos cometido ha sido quererlos por encima de todo, anteponiendo, si era preciso, nuestros intereses a los de ellos. Su bienester, es el nuestro. Su sonrisa, la nuestra. Su dolor, nuestro dolor. Sus deseos, órdenes para nosotros. Así somos los padres. Así lo hemos elegido.

Pero cuando el día a día te pone delante del espejo, y observas que, cuando son mayores, la realidad es otra bien distinta, se te pone una cara de idiota que no puedes quitar, aunque lo intentes infructuosamente. De un momento a otro, de ser el objeto idolatrado por tu hijo, de estar en la referencia de todo lo que piensa y hace, en un pis pas, te conviertes en el enemigo público número uno, sin saber por qué, sin que haya ocurrido nada, al menos, que tú sepas. Primero piensas, que no es más que consecuencia de la inmadurez, pero luego, cuando son adultos, comienzas a preocuparte y plantearte corrosivas reflexiones. Entonces escudriñas todos los rincones de tu memoria, buscando causas y motivos que expliquen la situación que te acosa, recordando actitudes y hechos que hubieran empujado a desembocar en el actual estado, pero no encuentras la causa ni motivos graves para la situación reinante. Y en un estallido de impotencia, que queda tremendamente ridículo para los de nuestra edad, exclamas: ¡Dios mío, si yo solo quiero el bien de ellos! ¡Si lo único que he sabido hacer en mi vulgar y rutinaria vida, ha sido quererlos! ¡Si no sería capaz de soportar que algo malo les ocurriera! ¿Cómo es posible la situación actual?

Los hijos se quieren de otra manera. Se quiere a una madre. Se quiere a la compañera. Pero como se quiere y padece a un hijo es completamente distinto. ¡Sólo cuando se es padre, se comprende! Fallos incluidos, hicimos lo que pudimos, o lo que supimos. En vosotros está ahora, ser diferentes a nuestros defectos, superarnos, comprender que lo que no hicimos, y que os hubiera gustado que os diésemos, no dejamos de hacerlo por egoismo y ganas de fastidiaros, sino por ignorancia o incapacidad. Y que por más vuelta que se le de, por encima de todo, os queremos.




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