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martes, 26 de enero de 2010

Rafael Lozano: "Retazos de infancia" (Relato)





Recordar la niñez es evaluar lo no superado de la vida; tasar de nuevo los logros insignificantes que, un rosario inmaduro de años, casi nos marcaron; es volver a hacer una parada en el camino y meditar, ora apenado, ora violento: ¡Cuánto deseé y qué poco he conseguido!

Yo fui un niño de ciudad añorante, como otros muchos, de lo que era y significaba el campo; soñador, poeta, alquimista, ciempiés de patéticos parajes. Fui un niño de ciudad medio arbusto, medio arado, un terruño urbano, una acequia vacía que calmaba su sed en aquellos tibios y alfombrados lugares.


Mi padre consiguió descifrarme, pacientemente, multitud de incógnitas que encerraba aquel vasto imperio. Me enseñó a conocerlo, tratarlo, gozarlo, imitarlo, y lo que aún fue más extraordinario, ¡cómo amarlo! Aquella temprana enseñanza dejó marcado en mí el respeto y el cariño que en adelante sentiría por todo lo que se relacionara con la naturaleza. "Si quieres ser libre -repetía en más de una ocasión- vive la plenitud del campo con todas tus fuerzas"

Hoy entrecierro los ojos y, gozoso, saboreo las imágenes de nuestros paseos mañaneros, anhelantes, marcados, lentamente sobre la yerba humedecida, por las gotas celestes de un maná tempranero. También recuerdo aquél zurrón tan grande que, a pesar de lo muchos nudos que encogían las tirantas, fustigaban mis escasas nalgas; hecho de menos los dulces ratos que pasábamos las noches del sábado, acurrucados sobre las gavillas de trigo y los cortantes tallos de pajas secas, exigiéndoles hasta su último centígrado de calor. Era el momento escogido para la deslumbrante clase de astrología. Con una una voz envolvente, de esas que abrigan el alma, me iba señalando sobre la pizarra del firmamento, el Camino de Santiago, y me daba amplias explicaciones del fastuoso recorrido que sobre él realizaba diariamente el Carro, amén de la localización y el nombre de algunas constelaciones y estrellas.

Todo valía la pena. Supimos ser libres en la inmensidad de la naturaleza. ¡Lástima que me dejara tan pronto! Yo aún no había aprendido mucho, pero, desde entonces, he conseguido saber digerir el arañazo de una acacia, o degustar, extasiado, la música vivaldiana de un búho en la soledad imperiosa de la noche. He logrado conversar con campesinos sin sentirme acomplejado, o con los pastores, redondear el sustancioso queso de la vida. He podido encaramarme a la majestuosidad de un árbol y , desde su altura, apreciar la inferioridad del edificio humano; leer en las pisadas de los pájaros y en los gestos de los retorcidos y centenarios olivos; discutir de tú a tú con Whitman sobre la maculada blancura del hombre, sin darnos tregua, y luego, despacito, haciendo un nuevo alto en nuestro camino, amarlo y esculpirlo con mis manos sobre la fresca alfombra.

Mucho de lo que soy, se lo debo a él, pero tristemente, sólo sé orientarme en el campo. Cada vez que pienso en mi niñez me hago más viejo. ¡Tanto como deseé y qué poco he andado! ¡Cómo nos pasa el tiempo! ¡Tanto anhelar y heme aquí, temeroso y quieto!




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