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lunes, 4 de enero de 2010

Echar mano de los recuerdos


Llevamos casi dos semanas de lluvias intensas en esta mal conocida Sevilla. Desde el resto del país, o para los que sólo nos visitan un día -aprovechando su estancia veraniega en la costa del sol- piensan, que las lluvias pasan sobre nuestra provincia sin hacernos el menor caso, y que el termómetro marca todo el año 45º grados. Este no es más que otro de los estereotipos que pesan sobre la ciudad, entre otros muchos, o como el de creer que los sevillanos vamos al trabajo en caballo, o que las sevillanas hacen los mismo a diario y, además, en traje de gitana, y que cuando sus churumbeles tienen hambre, se sacan el pecho y le dan de mamar en medio de la calle. ¡Qué se le va a hacer! Es el precio que debemos pagar a los románticos franceses y británicos que nos descubrieron al mundo. El tópico es una etiqueta electrónica difícil de eliminar, máxime, cuando paisanos tuyos insisten en estos tópicos tan arcaicos y absurdos. ¡Ni somos todos tan chistosos -ni falta que hace-, ni todos sabemos bailar sevillanas!

Bueno, a lo que iba, que me salgo por la tangente. Que digo, que estos días lluviosos me recuerdan a los de mi niñez, cuando cogía la cantinela el agua, semana tras semana, y no había manera de que parara. Todos los años se inundaba el barrio donde nací: La Vega de Triana, como la conocía todo el mundo; luego, de mayor, descubrí que su nombre era La Haza del Huesero, por el "juano" que en aquel lugar había funcionado.

Durante el día, cuando la lluvia nos lo permitía y las charcas de la calle también -informo que este barrio carecía de empedrado, y mucho menos, alcantarillado- los chiquillos salíamos de la casa, algunos deseosos de estrenar sus nuevas botas de agua, los más, a jugar al trompo, a las bolas, o a lo que más me gustaba a mí, la lima. De vez en cuando algunos se acercaban al barranco que había frente al tejar del "Calentito", en el antiguo Huerto de Miguel, controlando la entrada de agua que producía el desbordamiento del Guadalquivir por la zona del "Charco de la Pava" (que no era más que una hilera de casitas frente a nuestro barrio, que era bastante mayor, nombre que hoy, los sabelotodos de la ciudad, han utilizado para denominar a toda la vega , desde Tablada hasta La Cartuja).

Los chavales poníamos palitos clavados a una distancia del agua, para comprobar periódicamente la subida de ésta, pero, como todas las sorpresas desagradables, la alarma de riada siempre nos sorprendía de noche, durmiendo a la pata ancha.

El desalojo se producía con toda la normalidad del mundo; la frecuencia anual de estos acontecimientos hacían que la labor se convirtiera en una rutina y, entonces, venía el instante más anhelado por mí: el traslado a la casa de mi tío José, que vivía en la calle Procurador, en el mismo cogollo del barrio de Triana -calles estas que sí estaban adoquinadas-, donde viviría, en compañía y juegos con otros muchos crío que allí residían, con la felicidad que daba tener pocos años, estar sano y lleno de energías, hasta que el final de las inundaciones permitiera el regreso. Luego, la rutina sería otra bien distinta, pero esto, lo dejo para más adelante.
Continuaré otro día, si Dios y el tiempo lo permiten.

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