La casa blanca, situada en un altozano que ofrecía la tierra, es la referencia primera que encuentras tras salir del lóbrego bosque de hayas que la rodea. Presenta un abandono indefinido, ocupadas la mayor parte de sus paredes por grandes lienzos de hiedra. Las hojas de las ventanas, sin cristales, están a merced del fuerte viento que, a diario, las azotan, produciendo con sus continuos golpes un estruendo que cala los huesos.
La casa tiene dos plantas con pisos de madera exótica; las paredes interiores, o lo que quedan de ellas, aún ofrecen restos del forrado con telas y, sobre una de ellas, el marco de lo que un día fuera un dorado espejo.
Poco más queda de la casa. Sobre el suelo empolvado de una de las estancias, algunos libros esparcidos sin portadas y, al fondo, en el hueco que dejan dos medias paredes, una muñeca sin piernas ni cabeza, sentada dócilmente sobre una desvencijada mecedora.
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