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martes, 19 de octubre de 2010

Rafael Lozano: "La máquina" I (Relato)









A los dieciséis años, uno tiene las mismas aficiones que el común de los muchachos: jugar al fútbol, romper los cristales de las ventanas, salir a cazar pájaros y, los más atrevidos, levantarles las faldas a las niñas, esto último, resultado de las apuestas que manteníamos sobre el color de las braguitas que llevaban puestas las féminas, o bien, por el calibre de las deseadas y blanquecinas carnes que redondeaban sus gloriosos fémures. Éstas eran actividades que podríamos calificar de “normales”, a esa edad, en aquellos años y en el ambiente social en que nos movíamos, donde la calle se convertía en el ágora en la que nos licenciábamos como individuos para el resto de los días. Lo que ya no entraba dentro de la normalidad es que a uno de los componentes de tan singular tribu, además de los citados entretenimientos, también le atrajera la lectura -para gran disgusto de la madre, que temía que su queridísimo hijo se volviera majareta- y, para mayor rareza, hacer como que escribía versos.

Pues bien, este era mi caso. Y lo cierto es que, en verdad, era un extraño fenómeno, porque en casa siempre hubo una perenne sequía de libros; me refiero a libros, libros, no a los textos de enseñanza del colegio.
-“Los pobres –repetían los mayores- tenemos suficiente con saber escribir y leer una carta y, para el día a día, con las cuatro reglas, basta; el resto de sabidurías quedan reservadas para los otros, que el mucho saber y estrujarse la cabeza, sólo trae disgustos y complicaciones”.
A esa edad, los chavales de mi barrio ya teníamos la suficiente “libertad” como para elegir, obligatoriamente, ponernos a trabajar. Era una actitud que ya habías visto en los hermanos mayores y que ahora, cuando te llegaba el turno a ti, lo asumías de buen grado. La mayoría de jóvenes de mi entorno, trabajaban, y los que querían continuar estudiando, -cosa rara, ya digo- debían hacerlo en el bachillerato nocturno; así es que teníamos bien ocupado el tiempo: aficiones, trabajo, estudios y, los más afortunados, algún tierno amor para ir encalleciendo el corazón y darles motivos a ese vacío interior -que algunos insisten en llamarlo alma- para hacerse desconfiada y amarga.

Como ya trabajaba, con los primeros ahorros que logré reunir -hay que aclarar, que el sueldo que recibías a cambio de tu esfuerzo, iba íntegramente para la casa, y que era la líder matriarcal la que te devolvía parte de él, dependiendo de la estrechez económica por la que pasaba la familia- me fui directamente a una librería por la que pasaba con frecuencia y en la que me detenía a mirar por el escaparate ese fantástico reino de ilusiones que tras los cristales exponían. Por aquel entonces ya tenía elegida de antemano la obra que compraría, también conocía el precio de la misma, así que traspasé por primera vez esa enigmática barrera que a mí me parecía mágica e infranqueable y pedí los dos tomos de “El Judío Errante”, de Eugéne Sue. ¿Qué cómo llegué a decidirme por ellos sin tener la más remota idea de literatura y jamás pude siquiera ojearlos para leer la sinopsis? Bien sencillo: por el dibujo que enseñoreaba las portadas. Y dio buen resultado: me parecieron asombrosos. Esos fueron los primeros; luego vendrían dos más de Bécquer con sus “Rimas y Leyendas”, las imaginativas y orientales “Mil y una noches”, el filosófico y cuerdo “Don Quijote de la Mancha”, etc. Así comenzó mi inmersión en el mundo de la literatura.

La primera conclusión a la que llegué no bien hube leído varias obras fue que: “si ellos eran capaces de hacer esto, yo no sería menos”. Y me puse manos a la obra, como un poseído que temiera perder la vida si no insistía en el intento. Al principio fueron poemas que plagiaba descaradamente de otros libros, cambiando alguna que otra palabra pero, dejando intacto el mensaje que transmitía el autor; luego vinieron algunos escarceos serios pero nada conseguidos; y ya más tarde, obsesión enfermiza con los versos y el descubrimiento de la belleza que encerraba la prosa lírica. Nunca traspasé en “mi obra” la mediocridad mínima que se exige para creerse lo que uno está haciendo; jamás me sentía satisfecho de lo que salía de mis dedos. ¡Había un torbellino burbujeando en mi cabeza, pero era incapaz de madurarlo detenidamente y lograr plasmarlo en el papel! Nada más lejos de la idea original aquel montón de letras que vomitaba, porque, realmente, es lo que más se asemejaba con aquello que yo escribía. Lo cierto es que ideas no me faltaban, pero carecía de la técnica adecuada para domesticar aquellos potros desbocados que corrían desde siempre por las fértiles praderas de mi mente.

Entonces surgió la idea de la máquina; máquina de escribir, quede claro. Como de cuando en cuando uno se lleva bien consigo mismo, pues, ¡mira tu por donde!, ese día me eché un cable y culpé de mis desaciertos literarios a la ausencia del bendito artilugio y a la necesidad de tener que hacerlo a mano. ¡Es de admirar lo condescendiente que somos con nosotros cuando queremos! En ese momento no caí -o más bien, no quise- en que la mayoría de escritores que no se avergonzaban calificarse como tales, sus manuscritos los realizaban con ese anticuado procedimiento de la pluma y papel y que la verdadera y más valiosa herramienta de trabajo que poseían, era su inteligencia, cuestión que, por lo que se ve, yo ignoraba que había que tener si querías hacer algo que no resultara un desastre. A mis amigos y allegados les parecían extraordinario todo lo que les presentaba, pero a mí, personalmente, no me valía la opinión, como críticos, de individuos que por su cercanía no podían ser objetivos y que lo más que habían llegado a leer eran los TBOs de “Pulgarcito”, “El Capitán Trueno”, “Roberto Alcázar y Pedrín”, etc. Uno se mueve donde nace y en aquella época era bien difícil salir del mundo donde te había tocado en suerte venir.

(Mañana, más)










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