Las palabras son como pájaros: en cuanto abres las ventanas salen volando. El problema surge después, cuando las necesitas, pues sin ellas, uno es incapaz de articular nada que sea entendible para los demás, y, a veces, corremos el riesgo de ahogarnos. Cuando las palabras faltan, sentimos un gran vacío en nuestro entorno, y, aunque para estar en silencio, para los grandes solitarios, en ocasiones resultan harto incómodas por su negativa a quedarse quietas y calladas, las palabras, las malditas y adorables palabras, son insustituibles.
A cierta edad es tanta la acumulación de ausencias que, una más, se hace insoportable. Cuando ves que te faltan, que te esquivan, que juguetonas, trastabillan por el corredor o bajan las escaleras a la pata coja, uno no puede evitar sentirse triste ante su distanciamiento. Luego, por las noches, cuando crees firmemente que las sorprenderás dormidas junto a la biblioteca, descubres con terror que no han venido y, muerto de celos, las imaginas, coquetas, en los labios de otro o al borde de la estilográfica de un joven poeta.
Entonces, te derrumbas, estrujas tu espalda contra el viejo respaldo de la mecedora, buscando en un vaso de güisqui el consuelo que no te proporciona la maldita alma. Te cuesta aceptar que todo haya acabado, que a partir de hoy el silencio sustituya el retumbar de sus carambolas acrobáticas, y vuelves a rebuscar en los armarios, en las estanterías, pero lo que ves te aterra mucho más que la marcha del día: los libros, los folios, antes emborronados, los tarros de cristal, las cajitas de galletas donde solías guardarlas, todo, todo está vacío, ni un garabato siquiera como despedida.
Y el pobre derrotado, el hombre maduro al que todo y todos abandonan, abre la puerta de la casa, respira el frío helado de enero que pasa por delante de su casa y, en un gesto desesperado, mira al cielo raso lleno de estrellas, anhelando que llegue pronto la serpiente que lo traslade a los confines de los planetas. Allí -le han dicho- el mundo está rebosante de palabras fieles y armoniosas, llenas de luz y coloridos, dispuestas a todas horas -no importa la estación ni el estado de ánimo- a prestarse para lo que uno disponga.
La palabra es un sortilegio, un castigo, un continuado deseo, un tesoro esquivo, un ardiente amor, un insufrible anhelo, que una vez que ha conseguido penetrar en tu cuerpo, te domestica, te amolda, te perfila, haciéndote su más servil esclavo.
Ya no puedes vivir sin palabras, el mundo, sin ellas, resulta confuso y silencioso; sin ellas, ni vivimos ni existimos: ¡estamos tan hechos a ellas!
A cierta edad es tanta la acumulación de ausencias que, una más, se hace insoportable. Cuando ves que te faltan, que te esquivan, que juguetonas, trastabillan por el corredor o bajan las escaleras a la pata coja, uno no puede evitar sentirse triste ante su distanciamiento. Luego, por las noches, cuando crees firmemente que las sorprenderás dormidas junto a la biblioteca, descubres con terror que no han venido y, muerto de celos, las imaginas, coquetas, en los labios de otro o al borde de la estilográfica de un joven poeta.
Entonces, te derrumbas, estrujas tu espalda contra el viejo respaldo de la mecedora, buscando en un vaso de güisqui el consuelo que no te proporciona la maldita alma. Te cuesta aceptar que todo haya acabado, que a partir de hoy el silencio sustituya el retumbar de sus carambolas acrobáticas, y vuelves a rebuscar en los armarios, en las estanterías, pero lo que ves te aterra mucho más que la marcha del día: los libros, los folios, antes emborronados, los tarros de cristal, las cajitas de galletas donde solías guardarlas, todo, todo está vacío, ni un garabato siquiera como despedida.
Y el pobre derrotado, el hombre maduro al que todo y todos abandonan, abre la puerta de la casa, respira el frío helado de enero que pasa por delante de su casa y, en un gesto desesperado, mira al cielo raso lleno de estrellas, anhelando que llegue pronto la serpiente que lo traslade a los confines de los planetas. Allí -le han dicho- el mundo está rebosante de palabras fieles y armoniosas, llenas de luz y coloridos, dispuestas a todas horas -no importa la estación ni el estado de ánimo- a prestarse para lo que uno disponga.
La palabra es un sortilegio, un castigo, un continuado deseo, un tesoro esquivo, un ardiente amor, un insufrible anhelo, que una vez que ha conseguido penetrar en tu cuerpo, te domestica, te amolda, te perfila, haciéndote su más servil esclavo.
Ya no puedes vivir sin palabras, el mundo, sin ellas, resulta confuso y silencioso; sin ellas, ni vivimos ni existimos: ¡estamos tan hechos a ellas!
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