Si nos quitan la memoria, ¿qué será de nosotros y, lo que es peor, de nuestros seres queridos que viven en ella? Con nuestro olvido se acabará su frágil existencia, ya que su “supervivencia” extra terrenal depende básicamente de la continuidad que tengan en nuestros recuerdos. Siempre estamos sometidos a los designios de los dioses; cuando somos carne y huesos dependemos de nuestro implacable destino, y una vez que hemos roto la barrera material que nos retenía a la futilidad de nuestra rutina intranscendente, somos prisioneros de la capacidad emotiva de nuestros sobrevivientes. Nada más aterrador. A cada instante temiendo la debilidad del ser humano y sus veleidades emocionales.
Como somos, esencialmente, soberbios, y nos cuesta aceptar que la vida dura lo que tardamos en abandonarla, nos hemos inventado los cientos de miles de credos y religiones, unidas a las teorías utópicas, de que más allá del paseo que recorremos por el infierno terrenal, al que hemos sido condenados por nuestros pecados en otras vidas anteriores, encontraremos, al fin, el paraíso prometido para reconfortarnos de tanta inestabilidad y tantas penalidades. Queremos creer –aunque en vedad cuesta, si no, no se entendería nuestra actitud diaria- que con la muerte física, se acaba de una maldita vez con la tragedia de la vida. Eso piensa el desgraciado; al que todo le va bien, confía en que se le va a incrementar los derechos adquiridos en la tierra: todo es cuestión del color del cristal con que se mira.
Pero la realidad es que duramos el tiempo que permanecemos en la memoria y en el corazón de nuestros seres queridos. Sin ellos, no somos nada, y menos ahora que se ha impuesto la comodidad de la incineración. Es sorprendente cómo avanza la sociedad en los temas que le interesan. Una sociedad -al menos de boquilla- tremendamente cristiana, donde su credo no acepta este tipo de acto para sus muertos, sorprende la elección, como salida solucionadora, para no tener la dependencia cada cierto tiempo de la visita al cementerio. También ha solucionado con las “residencias” (algunas, cárceles) quitarse de encima a los mayores -personas que lo dieron todo por nosotros- para que no les estorben en su funcionamiento diario.
La “otra vida” que esperamos vivir, sólo depende de la huella que hayamos dejado en nuestros vivos, y, aún así, tampoco es seguro. Más bien depende de la consistencia de los sentimientos que posean nuestros seres queridos hacia nosotros, y del trozo de espacio que hayamos ocupado en su corazón. De lo contrario, nuestra nueva vida ultra terrenal, nuestro temido y aplazado paraíso, se convertirá en un guiño al sol: durará lo que duren sus sentimientos hacia nosotros. Y, a veces, es bien poco. Se hace efectivo el refrán que dice: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Cruel, pero cierto. Seremos lo que los demás nos sientan. Viviremos después de muertos, lo que perduremos en su recuerdo. Por ese motivo, pregunto: si nos quitan la memoria, ¿qué será de nuestros muertos?
Como somos, esencialmente, soberbios, y nos cuesta aceptar que la vida dura lo que tardamos en abandonarla, nos hemos inventado los cientos de miles de credos y religiones, unidas a las teorías utópicas, de que más allá del paseo que recorremos por el infierno terrenal, al que hemos sido condenados por nuestros pecados en otras vidas anteriores, encontraremos, al fin, el paraíso prometido para reconfortarnos de tanta inestabilidad y tantas penalidades. Queremos creer –aunque en vedad cuesta, si no, no se entendería nuestra actitud diaria- que con la muerte física, se acaba de una maldita vez con la tragedia de la vida. Eso piensa el desgraciado; al que todo le va bien, confía en que se le va a incrementar los derechos adquiridos en la tierra: todo es cuestión del color del cristal con que se mira.
Pero la realidad es que duramos el tiempo que permanecemos en la memoria y en el corazón de nuestros seres queridos. Sin ellos, no somos nada, y menos ahora que se ha impuesto la comodidad de la incineración. Es sorprendente cómo avanza la sociedad en los temas que le interesan. Una sociedad -al menos de boquilla- tremendamente cristiana, donde su credo no acepta este tipo de acto para sus muertos, sorprende la elección, como salida solucionadora, para no tener la dependencia cada cierto tiempo de la visita al cementerio. También ha solucionado con las “residencias” (algunas, cárceles) quitarse de encima a los mayores -personas que lo dieron todo por nosotros- para que no les estorben en su funcionamiento diario.
La “otra vida” que esperamos vivir, sólo depende de la huella que hayamos dejado en nuestros vivos, y, aún así, tampoco es seguro. Más bien depende de la consistencia de los sentimientos que posean nuestros seres queridos hacia nosotros, y del trozo de espacio que hayamos ocupado en su corazón. De lo contrario, nuestra nueva vida ultra terrenal, nuestro temido y aplazado paraíso, se convertirá en un guiño al sol: durará lo que duren sus sentimientos hacia nosotros. Y, a veces, es bien poco. Se hace efectivo el refrán que dice: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Cruel, pero cierto. Seremos lo que los demás nos sientan. Viviremos después de muertos, lo que perduremos en su recuerdo. Por ese motivo, pregunto: si nos quitan la memoria, ¿qué será de nuestros muertos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario