El gran defecto de los humanos –es una apreciación personal- está en lo sensible que tenemos la piel, cualquier cosa que nos hagan –aunque nosotros las llevemos haciendo toda la vida- nos molesta de manera sobrenatural. Esta “afectación cutánea”, que está directamente ligada a nuestra percepción emocional, refleja a las claras, el individuo soberbio que llevamos dentro, el ser egocéntrico que pretende que el sol caliente sólo para él, y que el giro rotatorio del mundo no se entiende, si no es para su solaz sueño nocturno y su agradable amanecer.
Todo existe en función nuestra, el otro, el de enfrente, el que pasa junto a nosotros, sólo es un objeto decorativo circunstancial, puesto en servicio para enaltecernos, darle sentido a la mediocridad que nos envuelve cada día, y tener a mano –cuando la necesitamos- la excusa infalible del contrario, del otro, por si acaso alguna vez nos ponemos auto críticos –cosa harto rara- y caemos en la tentación de recriminarnos.
Todo existe en función nuestra, el otro, el de enfrente, el que pasa junto a nosotros, sólo es un objeto decorativo circunstancial, puesto en servicio para enaltecernos, darle sentido a la mediocridad que nos envuelve cada día, y tener a mano –cuando la necesitamos- la excusa infalible del contrario, del otro, por si acaso alguna vez nos ponemos auto críticos –cosa harto rara- y caemos en la tentación de recriminarnos.
No soportamos, ni, mucho menos, consentimos a los demás siquiera el uno por ciento de los errores que cometemos nosotros. Un rasgo que nos caracteriza es lo intransigente que somos con los demás y lo permisivo con nosotros. Somos descaradamente indulgentes con nuestros actos, todo lo opuesto a la actitud que mantenemos con los demás, a los cuales les exigimos la rotunda perfección en los detalles, sin ningún margen de error, so pena de herirnos en la profundidad del alma y, por lo tanto, recibir de nosotros –personas rectas, perfectas, ecuánimes- todo el desafecto y la desatención que merecen.
Nacimos para estar siempre entre algodones, enganchados al dulce pecho de nuestras madres, esperando la benignidad de sus atenciones, cubriéndonos mientras dormimos, silenciosamente, las noches de invierno con la manta que hemos tirado al suelo. Necesitamos que nos estén diciendo constantemente lo maravilloso que somos, la suerte que han tenido al encontrarnos en su camino, porque de lo contrario, el muñeco, el adorno navideño que soportamos, pronto dejará de interesarnos, correremos a inventar una argucia emotiva para excusar su expulsión de nuestra vida y sustituirlo por otro personaje novedoso que, de momento, sea más interesante y atractivo.
El gran defecto de las personas –es sólo una apreciación mía- es que somos terriblemente humanos.
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