Cuando se llega a cierta edad se transforma en cotidiano andar yendo al hospital o al cementerio, y siempre dando gracias a que sólo sea de visita. No es que los enfermos o los muertos de los demás no te importen, pero, a fuerza de ser sincero, te afectan, indiscutiblemente, menos.
Hoy ha sido uno de estos días, donde el compromiso social al que todos, alguna vez en nuestra vida, nos vemos obligados a cumplir, me ha llevado a asistir a un funeral del padre de una persona cercana, al cual no conocía. Lo primero que te sorprende, nada más llegar a la iglesia donde se oficiaba la misa, es comprobar lo arraigado que está aún este concepto del “cumplir” en el mundo rural (no he dicho que el finado vivía en un pueblo), donde “el qué dirán” pesa todavía mucho y la gente acude a estos actos sólo para que los vean, y no por el aprecio que sintieran por el difunto en vida.
Además, no hay nada más adecuado para ponerse al corriente de las habladurías de los últimos meses en el pueblo, de las enfermedades de los parientes y allegados, de la competición por imponer quien tiene más pies de olivos y quien más gorda la cartilla; ahora la iglesia, o lo que es lo mismo, la antesala de ella, se ha convertido en el nuevo ágora que sustituye al caduco velatorio que los flamantes tanatorios han mandado al paro. Aquello sí que era un acto social por todo lo alto, con su anís y sus dulces, el repaso y puesta al día de los últimos chistes, el comentario escatológico de los últimos actos donde acudieron, etc., del que, este actual, sólo ha sabido coger su parte más superficial y menos comprometida.
Porque no me dirán ustedes que no encerraba compromiso y comprensión, pasarse toda una noche en “planta”, sin apenas una silla de enea para sentarse, a base de copazos de aguardiente y de cientos de chistes que, al final, acababan siendo “verdes”, para más tarde, de mañana, volver al trabajo, regresar a casa, y acompañar al difunto al cementerio, con sólo tres taxis para un ciento de personas, a las que no les quedaba más remedio que el autobús, o caminando. Ahora, no. En la iglesia se acaba el compromiso. En ocasiones corre el riesgo el muerto de tenerse que ir él solito para el cementerio. Después del pésame a la familia, -eso sí, todos afectadísimos, algunos incluso más que los propios allegados- nadie quiere saber nada más del entierro. Y ahí se queda en la puerta de la iglesia el féretro, esperando que alguien le eche una mano al de la funeraria para introducirlo en el coche, -con esto de la crisis, también andan reduciendo personal- y poder conducirlo al lugar de su último y definitivo descanso.
Hasta las cosas que debieran ser serias, con nuestra actitud de hipocresía las llegamos a convertir en crueles parodias. Nada nos detiene en nuestra estrategia interpretativa.
Hoy ha sido uno de estos días, donde el compromiso social al que todos, alguna vez en nuestra vida, nos vemos obligados a cumplir, me ha llevado a asistir a un funeral del padre de una persona cercana, al cual no conocía. Lo primero que te sorprende, nada más llegar a la iglesia donde se oficiaba la misa, es comprobar lo arraigado que está aún este concepto del “cumplir” en el mundo rural (no he dicho que el finado vivía en un pueblo), donde “el qué dirán” pesa todavía mucho y la gente acude a estos actos sólo para que los vean, y no por el aprecio que sintieran por el difunto en vida.
Además, no hay nada más adecuado para ponerse al corriente de las habladurías de los últimos meses en el pueblo, de las enfermedades de los parientes y allegados, de la competición por imponer quien tiene más pies de olivos y quien más gorda la cartilla; ahora la iglesia, o lo que es lo mismo, la antesala de ella, se ha convertido en el nuevo ágora que sustituye al caduco velatorio que los flamantes tanatorios han mandado al paro. Aquello sí que era un acto social por todo lo alto, con su anís y sus dulces, el repaso y puesta al día de los últimos chistes, el comentario escatológico de los últimos actos donde acudieron, etc., del que, este actual, sólo ha sabido coger su parte más superficial y menos comprometida.
Porque no me dirán ustedes que no encerraba compromiso y comprensión, pasarse toda una noche en “planta”, sin apenas una silla de enea para sentarse, a base de copazos de aguardiente y de cientos de chistes que, al final, acababan siendo “verdes”, para más tarde, de mañana, volver al trabajo, regresar a casa, y acompañar al difunto al cementerio, con sólo tres taxis para un ciento de personas, a las que no les quedaba más remedio que el autobús, o caminando. Ahora, no. En la iglesia se acaba el compromiso. En ocasiones corre el riesgo el muerto de tenerse que ir él solito para el cementerio. Después del pésame a la familia, -eso sí, todos afectadísimos, algunos incluso más que los propios allegados- nadie quiere saber nada más del entierro. Y ahí se queda en la puerta de la iglesia el féretro, esperando que alguien le eche una mano al de la funeraria para introducirlo en el coche, -con esto de la crisis, también andan reduciendo personal- y poder conducirlo al lugar de su último y definitivo descanso.
Hasta las cosas que debieran ser serias, con nuestra actitud de hipocresía las llegamos a convertir en crueles parodias. Nada nos detiene en nuestra estrategia interpretativa.
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