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martes, 29 de junio de 2010

Cuesta Maneli: Un paraíso de playas vírgenes




A la hora de elaborar un recorrido, siempre se me plantean las dudas inevitables de si hago bien dándole publicidad a determinados lugares que son extremadamente sensibles a la visita humana, o por el contrario, si callo lo que conozco -y que yo mismo estoy utilizando- no caigo en la tentación del privilegiado que disfruta, en minoría, lo que debiera ser mayoritario. Pero es que la actitud de determinadas personas con en entorno que le rodea, siempre me produce cierto temor, porque con nuestra buena fe, a veces ponemos en peligro parajes que, por nuestra desatención, ya jamás se recuperan. Y este es el caso de hoy. Llevo dándole vueltas varias semanas a la conveniencia o no de darle publicidad, pero al final, no he resistido la tentación de que los demás también lo disfrutéis.Se trata del recorrido Cuesta Maneli, -en la zona más occidental del Parque Natural de Doñana- un grato paseo de no más de 1.200 metros, que después, por vuestra cuenta, podéis ampliar por la misma playa hasta la torre del Oro, volver a subir las dunas (esta vez más suave) junto al arroyo que da nombre a la zona y, una vez arriba, giraremos a la derecha, hasta regresar a la zona de aparcamientos donde dejamos el vehículo. Realizaremos un círculo. Pero esto requiere más tiempo y bastante marcheta. Queda a vuestra elección.

El punto de partida se encuentra en la carretera Matalascañas/Mazagón, la A-494, en el Km 39.8. En ese punto encontraremos un amplio aparcamiento ubicado en el interior de un bosquete de pinos. Frente a nosotros tendremos la magnífica visión del espectacular sistema dunar -“culpable” hace casi 6.500 años, del proceso de cerramiento y colmatación del golfo tartésico- las Médulas del Asperillo, que en algunos lugares alcanzan alturas de hasta 112 metros y que en la parte cercana al mar, forman unos maravillosos acantilados de arenas fosilizadas. Son dunas que ya han sido colonizadas por la vegetación. Destacan, en primer lugar, los pinos piñoneros (pinus pinea) de repoblación que el hombre plantó hace algo más de 50 años, con el fin de detener el avance de estas enormes dunas, y algunas otras especies vegetales como la camarina (corema album) -sólo presente en estas costas atlánticas- representativa del entorno y gran fuente de alimentación para la fauna. También encontramos grandes arbustos de romero (rosmarinus officinalis), el jaguarzo (cistus salvifolum), brezos (calluna vulgaris), la espinosa aulaga (genista scorpius), el delicioso cantueso (lavándula stoechas), enebros (juniperus communis), lentisco (pistacia lentiscus), etc., platas todas ellas de escaso porte y de formas aerodinámicas para combatir los fuertes vientos que aquí soplan, y de hojas pequeñas, como las acículas de los pinos o las agresivas púas de las aulagas, todo para evitar la transpiración excesiva y la pérdida de agua. Conforme nos acercamos al borde de los acantilados, los troncos de los árboles adquieren extrañas figuras, serpenteando por el suelo, debido al empuje de las fuertes ráfagas de viento que les combaten frecuentemente. Con un poco de suerte -si paseamos próximo él- encontraremos las hermosas clavellinas y el loto, sólo para ser vistas, nada de ramos. Una vez hayamos accedidos a la playa, a los pies de los acantilados, encontraremos zonas de cañizos y juncos, lugares donde se producen filtraciones de agua dulce y que, en tiempos pasados, servían para surtir de agua potable a las casetas de veraneantes que se instalaban por la zona.

El camino transcurre sobre una tarima de tablas (nada que ver con el trayecto de hace 20 años, sobre la misma arena, cuando los más inquietos de los que veraneábamos en Matalascañas, veníamos a estos parajes para huir del gentío dominguero). La parte más exigente es el primer tramo, que sube una fuerte pendiente hasta llevarnos casi a lo alto de la duna. Lo primero que debemos hacer, una vez que estemos arriba, es volvernos a contemplar (es costumbre mía, recomendar esta acción en todos los recorridos) el mar de pinos que se pierde en la lejanía, confundiéndose con el horizonte, donde se encuentra el Parque Nacional de Doñana y su zona de protección; es una vista que no debemos perdérnosla. A partir de aquí, el sendero se hace mucho más cómodo, a veces cuesta abajo, hasta que llegamos al borde del acantilado -el cual iremos presintiendo gracias al frescor que nos llega- donde una nueva imagen nos llenará el cuerpo de paz: la visión, desde lo alto, de las aguas del Océano Atlántico, acariciándonos con la suavidad de la brisa marinera. Cercano al acantilado habremos podido observar las extrañas figuras que cogen los árboles, debido a la fuerza de los vientos que soplan en esta zona costera. Ya sólo nos queda bajar por una de las dos escaleras que facilitan en la actualidad la operación de acceso a la playa, y escoger el lugar que prefieras: centro para gente en general; izquierda para nudista y derecha para pescadores y trajes de baño, aunque la cosa es flexible y en la derecha también suelen aparcar nudistas, aunque algo más alejados. Algunos radicales se quejan de la irrupción “de mirones” en la parte nudista, pero olvidan que los “supuestos mirones” también tienen derechos, y que la mayoría de las veces, se trata de personas que sólo están dando un paseo. Además, es el riesgo que corremos al “desguarrarnos”; se supone que ya deberíamos estar acostumbrados.

Y ahora a disfrutar en la arena. Tienes a tu disposición más de 30 kilómetros de playa virgen entre las dos localidades que la limitan. Por la derecha llegarías a Mazagón, si siguieras caminando y hacia la izquierda, a Matalascañas, todo en un entorno natural, con un montón de kilómetros de playas naturales que aún están sin urbanizar, y que esperemos que el tío de la piqueta y nuestras protestas –si lo intentan- la dejen así para el disfrute de nuestros hijos. La arena es fina, blancuzca con algunas zonas –las cercanas al acantilado- algo rubia, procedentes estas últimas de los aportes que han dejados las innumerables tormentas saharianas, responsables también, en parte, de la creación de estas enormes dunas. Los trozos de arena negra nada tienen que ver con la suciedad; son los desprendimientos de algunos estratos que forman la duna compuestos por turba aún en descomposición. En algunas lugares, si excaváramos un pequeño hoyo, nos brotaría agua dulce y bien fresca; es fácil detectar las zonas con humedad por la proliferación de juncos y algunas cañas.

En época estival funciona un chiringuito donde puedes comer unas sardinas asadas, tomar un par de cervezas bien frías y poco más. Para pasar un día, puede servir, pero no tiene mucha oferta de género y se echa de menos el producto de la zona (coquinas, acedías, lenguados, corvina, langostino tigre, etc.). Un gran pero es que no posee servicios, con lo cual, el personal se las debe ingeniar como sea para descargar el sobrepeso, cosa que en meses de fuerte afluencia de público, resulta un gran inconveniente -sobre todo para las féminas- y que deja el entorno bastante sucio. Sorprende la negligencia del ayuntamiento de Almonte -el espacio está en su término municipal- los responsables de costa y, en especial, la Junta de Andalucía, que a sabiendas del uso que tiene el lugar, no habilita unos mínimos servicios. Recomiendo hacer la visita en cualquier época del año, menos en verano. Esta estación nos limita bastante para caminar, y además, corremos el riesgo de encontrarnos la sorpresa de visitantes, aunque la playa es enorme y siempre encontraremos un lugar donde estar tranquilo y relajado.

La visita os complacerá. Cada vez quedan menos lugares vírgenes como este. De nosotros depende que podamos seguir disfrutándolo durante muchos años más.




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