La política debería ser una actividad al servicio de los ciudadanos, donde la persona que la ejerciera estuviese mínimamente motivada por la vocación, exigencia que, recuerdo, pedíamos que poseyeran curas, profesores y médicos.
No puedo dejar de recordar la triste anécdota que ocurría en los años setenta: aquello que no controlara el partido había que destruirlo. Y sin ningún remordimiento, cual ejército que en su retirada quema cosechas, puentes, casas, etc., con el único fin de que el enemigo no se sirva de ellas, así hacíamos nosotros. En nuestra huída caían toda clase de proyectos, algunos concluidos gracias al gran entusiasmo y esfuerzo que poníamos (me viene a la memoria aquella asociación de vecinos, una de las primeras que se legalizaron en Sevilla, que levantamos con los restos de obras que nos daban, poco a poco, pared tras pared, hasta que estuvo al servicio del vecindario), otros con gran amor y placer (los Comités de Barrios, el grupo de teatro, la revista literaria, etc.), de gran trascendencia personal para algunos.
Los que llegamos a la política a finales de los sesenta, muchos fuimos atraídos por la necesidad de cambio que las circunstancias sociales exigían. Nunca nos consideramos “animales” políticos, por lo tanto, siempre rechazamos cargos directivos en la organización, huyendo de la pasividad burócrata que nos atara a la inactivida política; nuestra actividad organizativa estuvo vinculada en todo momento al trabajo de base. Éramos lo que ya por entonces se denominaba “románticos de la política”, termino que se escupía peyorativamente, cuando querías noquear a un contrincante, y es que, a pesar de las energías que nos consumía el tirano, al personal aún le quedaban fuerzas para apuñalar al adversario.
Los “románticos de la política” eran ciudadanos como tu y yo, currelas de las seis de la mañana, bocadillo en la puerta del tajo para salir pitando a donde el partido te requería, luego dedicación a las labores del barrio, ensayo, más tarde, con el grupo de teatro, encuentro con los responsables de la edición de la revista y rematar sobre la una de la madrugada haciendo pintadas, o bien tirando panfletos o pegando carteles, con lo cual, raro era la noche que llegabas a la cama antes de las tres de la madrugada. Y a las seis, nuevamente a iniciar la misma rueda.
Los “románticos de la política” eran individuos que creían que el país necesitaba un cambio, que la humanidad merecía ser gobernada de manera diferente a como lo había sido hasta entonces, por ello no les pesaba el trabajo que realizaban, ni se quejaban de la escasez de horas que tenía un día y defendieron –hasta el punto lógico de lo defendible- la ideología política que los movilizaba, sin partidismos ni adoctrinamientos, convencidos de que estaban organizados, no en el mejor grupo político –error que mantenían la mayoría de militantes- sino en el menos malo. Este era un principio que salvaba a los “románticos” de no caer en el exclusivismo y les posibilitaba poder tener relaciones “cordiales” con el resto de organizaciones políticas que te eran necesarias para concluir determinados proyectos laborales o del barrio.
No conozco a ninguno de aquellos “románticos” que tenga en la actualidad algún cargo político. Es más, la mayoría forman parte del partido de la abstención. Murió el tirano y los “políticos profesionales” -aquellos que les daba grima tirar octavillas y pegar carteles, o les entraban unas feroces diarreas cuando les comunicabas el día y la hora de la nueva manifestación-, se repartieron los despojos de la gobernación y se inventaron aquella parida engañosa de la transición, aquel vodevil indecente que acabó con la deseada ruptura democrática que gritábamos a los cuatro vientos, aquel amaneramiento de la política que ha dado al traste con todo intento de cambio serio, para llegar a lo que tenemos hoy: una aburrida, despótica, manipuladora, bipartidista democracia que hace vomitar a todo aquel “romántico de las ideas” que mantiene la esperanza de que la política esté al servicio del ciudadano y no como instrumento para envilecer la sociedad. ¿Alguien puede lograr explicarme en qué hemos avanzado con el "cambio"? ¿Podemos estar satisfechos y quedarnos quietecitos en casa, sin hablar, sin quejarnos, padeciendo los gobiernos del PP y del PSOE? ¿Mereció la pena tantos años de cárceles, miedos y muertes?
No puedo dejar de recordar la triste anécdota que ocurría en los años setenta: aquello que no controlara el partido había que destruirlo. Y sin ningún remordimiento, cual ejército que en su retirada quema cosechas, puentes, casas, etc., con el único fin de que el enemigo no se sirva de ellas, así hacíamos nosotros. En nuestra huída caían toda clase de proyectos, algunos concluidos gracias al gran entusiasmo y esfuerzo que poníamos (me viene a la memoria aquella asociación de vecinos, una de las primeras que se legalizaron en Sevilla, que levantamos con los restos de obras que nos daban, poco a poco, pared tras pared, hasta que estuvo al servicio del vecindario), otros con gran amor y placer (los Comités de Barrios, el grupo de teatro, la revista literaria, etc.), de gran trascendencia personal para algunos.
Los que llegamos a la política a finales de los sesenta, muchos fuimos atraídos por la necesidad de cambio que las circunstancias sociales exigían. Nunca nos consideramos “animales” políticos, por lo tanto, siempre rechazamos cargos directivos en la organización, huyendo de la pasividad burócrata que nos atara a la inactivida política; nuestra actividad organizativa estuvo vinculada en todo momento al trabajo de base. Éramos lo que ya por entonces se denominaba “románticos de la política”, termino que se escupía peyorativamente, cuando querías noquear a un contrincante, y es que, a pesar de las energías que nos consumía el tirano, al personal aún le quedaban fuerzas para apuñalar al adversario.
Los “románticos de la política” eran ciudadanos como tu y yo, currelas de las seis de la mañana, bocadillo en la puerta del tajo para salir pitando a donde el partido te requería, luego dedicación a las labores del barrio, ensayo, más tarde, con el grupo de teatro, encuentro con los responsables de la edición de la revista y rematar sobre la una de la madrugada haciendo pintadas, o bien tirando panfletos o pegando carteles, con lo cual, raro era la noche que llegabas a la cama antes de las tres de la madrugada. Y a las seis, nuevamente a iniciar la misma rueda.
Los “románticos de la política” eran individuos que creían que el país necesitaba un cambio, que la humanidad merecía ser gobernada de manera diferente a como lo había sido hasta entonces, por ello no les pesaba el trabajo que realizaban, ni se quejaban de la escasez de horas que tenía un día y defendieron –hasta el punto lógico de lo defendible- la ideología política que los movilizaba, sin partidismos ni adoctrinamientos, convencidos de que estaban organizados, no en el mejor grupo político –error que mantenían la mayoría de militantes- sino en el menos malo. Este era un principio que salvaba a los “románticos” de no caer en el exclusivismo y les posibilitaba poder tener relaciones “cordiales” con el resto de organizaciones políticas que te eran necesarias para concluir determinados proyectos laborales o del barrio.
No conozco a ninguno de aquellos “románticos” que tenga en la actualidad algún cargo político. Es más, la mayoría forman parte del partido de la abstención. Murió el tirano y los “políticos profesionales” -aquellos que les daba grima tirar octavillas y pegar carteles, o les entraban unas feroces diarreas cuando les comunicabas el día y la hora de la nueva manifestación-, se repartieron los despojos de la gobernación y se inventaron aquella parida engañosa de la transición, aquel vodevil indecente que acabó con la deseada ruptura democrática que gritábamos a los cuatro vientos, aquel amaneramiento de la política que ha dado al traste con todo intento de cambio serio, para llegar a lo que tenemos hoy: una aburrida, despótica, manipuladora, bipartidista democracia que hace vomitar a todo aquel “romántico de las ideas” que mantiene la esperanza de que la política esté al servicio del ciudadano y no como instrumento para envilecer la sociedad. ¿Alguien puede lograr explicarme en qué hemos avanzado con el "cambio"? ¿Podemos estar satisfechos y quedarnos quietecitos en casa, sin hablar, sin quejarnos, padeciendo los gobiernos del PP y del PSOE? ¿Mereció la pena tantos años de cárceles, miedos y muertes?
En cierta ocasión vi escrito sobre una blanca pared –hace tiempo que el graffiti ha sustituido a las pintadas reivindicativas-: “Política, SI, pero sin políticos”. ¿Por qué nos extraña entonces que, encuesta tras encuesta, la casta política sea el tercer problema que ven los ciudadanos? Se marcharon los "románticos" de la política y sólo quedaron los mercaderes del trapicheo, convirtiendo esta noble actividad en un maloliente pozo ciego. Hacen falta en el país políticos con vocación y con un puntito de romanticismo para que marche algo mejor el arte de la gobernación.
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