La mayoría procedíamos de lugares más cochambrosos, algunos, sin aseos ni agua corriente, las calles sin alcantarillado, la iluminación viaria, una decena de bombillas moribundas que más que alumbrar, punteaban el camino para que no te perdieras. En el nuevo barrio, coincidíamos chavales de todas las zonas de la ciudad que se habían embarcado en este nuevo proyecto de realojo que hacían los responsables franquistas de la vivienda, para aquellos sevillanos que vivían en zonas inundables de la ciudad (generalmente, de la vega de Triana y de El Charco de la Pava), y de casas de vecinos que habían tenido algún derrumbe, o bien, en peligro de ruina inminente.
Pronto nos adaptamos a aquél nuevo Brooklyn hispalense (los niños, por fortuna, tienen una gran capacidad de integración), sin hacer grupos cerrados por lugares de origen, ni originar grandes conflictos interrelacionales, aunque a veces, la defensa de tu antiguo barrio, la disputa sobre la importancia “indiscutible” de una hermandad sobre otra, o el desacuerdo en la belleza de las respectivas vírgenes, producían serios conatos entre las distintas “comunidades”, que en algunos casos, podían llegar a la bronca total, puñetazos y destrozo de ropajes incluido, que luego se agravaban cuando regresábamos a casa al vernos nuestras madres en el estado zarrapastroso en el que volvíamos.
Es curioso el siguiente detalle -en el que caigo ahora, antes era de lo más natural- ; si echo una ojeada a la niñez, en la mayoría de los casos siempre me veo en una refriega, y eso que yo pertenecía a los “moderados”, pero no había una actividad que empezara siendo lúdica y no terminara a mamporrazos limpios, o a la más sofisticada “guerrea” de pedradas, que los más sofisticados en la batalla incorporában el temido tirachinas, arma donde las haya, que imponía su eficacia. Estos encuentros bélicos se producían entre grupos de un barrio contra los de otro cercano. Luchábamos jugando al fútbol, siempre en defensa del compañero que había recibido un patadón o la zancadilla por parte del jugador contrario; o la falta de acuerdo sobre si fue gol o no el último tanto marcado por uno u otro. También producía estos roces “la invasión de la zona enemiga, por parte del contrario”, y es que este era un riesgo que había que acometer si poseías gusanos de seda, tenías que proveerles de la morera que le sirviera de alimento, y los citados árboles estaban situados “en territorio comanche”, con lo cual, la batalla estaba asegurada, porque nuestros gusanos no iban a morir de hambre.
La parte más divertida y la época en que menos trifulcas teníamos era en invierno, donde nos autoabastecíamos en nuestra zona de los elementos necesarios para nuestro juego. Salíamos poco de nuestro entorno. La lluvia, el barro, las grandes fogatas, la caza de ratas, las divertidas explosiones de trozos de uralitas y de los novedosos aerosoles que nos habían descubierto los americanos (cercano a nuestro barrio, estaba la zona residencial de los militares de las bases USA en Sevilla), unido al acortamiento de los días, satisfacían las necesidades perentorias que un puñado de chiquillos requerían para pasarlo maravillosamente bien. El regreso a casa, cuando el día decaía, era otro dilema con el que teníamos que lidiar, pues las madres se cogían unos berrinches enormes, al olernos apestando a humo, llenos de churretes y, algunos, con quemaduras, al saltar los efectivos explosivos que arrojábamos al fuego.
Eran otros tiempos en que la vida parecía que estaba ralentizada, y en la que se vivía de espaldas al reloj, como pájaros, pendientes del sol para salir o recogernos. ¡Qué poco necesitábamos para ser felices! Sólo tengo añoranza de mis tiempos de niño; de ninguna otra, y pienso que “la infancia es ese territorio del que nunca salimos y al que nunca volvemos”, será por eso que cuando tenemos hijos en esas edades, siempre aprovechamos la ocasión de retroceder en el tiempo y diluirnos en ellos.
Pronto nos adaptamos a aquél nuevo Brooklyn hispalense (los niños, por fortuna, tienen una gran capacidad de integración), sin hacer grupos cerrados por lugares de origen, ni originar grandes conflictos interrelacionales, aunque a veces, la defensa de tu antiguo barrio, la disputa sobre la importancia “indiscutible” de una hermandad sobre otra, o el desacuerdo en la belleza de las respectivas vírgenes, producían serios conatos entre las distintas “comunidades”, que en algunos casos, podían llegar a la bronca total, puñetazos y destrozo de ropajes incluido, que luego se agravaban cuando regresábamos a casa al vernos nuestras madres en el estado zarrapastroso en el que volvíamos.
Es curioso el siguiente detalle -en el que caigo ahora, antes era de lo más natural- ; si echo una ojeada a la niñez, en la mayoría de los casos siempre me veo en una refriega, y eso que yo pertenecía a los “moderados”, pero no había una actividad que empezara siendo lúdica y no terminara a mamporrazos limpios, o a la más sofisticada “guerrea” de pedradas, que los más sofisticados en la batalla incorporában el temido tirachinas, arma donde las haya, que imponía su eficacia. Estos encuentros bélicos se producían entre grupos de un barrio contra los de otro cercano. Luchábamos jugando al fútbol, siempre en defensa del compañero que había recibido un patadón o la zancadilla por parte del jugador contrario; o la falta de acuerdo sobre si fue gol o no el último tanto marcado por uno u otro. También producía estos roces “la invasión de la zona enemiga, por parte del contrario”, y es que este era un riesgo que había que acometer si poseías gusanos de seda, tenías que proveerles de la morera que le sirviera de alimento, y los citados árboles estaban situados “en territorio comanche”, con lo cual, la batalla estaba asegurada, porque nuestros gusanos no iban a morir de hambre.
La parte más divertida y la época en que menos trifulcas teníamos era en invierno, donde nos autoabastecíamos en nuestra zona de los elementos necesarios para nuestro juego. Salíamos poco de nuestro entorno. La lluvia, el barro, las grandes fogatas, la caza de ratas, las divertidas explosiones de trozos de uralitas y de los novedosos aerosoles que nos habían descubierto los americanos (cercano a nuestro barrio, estaba la zona residencial de los militares de las bases USA en Sevilla), unido al acortamiento de los días, satisfacían las necesidades perentorias que un puñado de chiquillos requerían para pasarlo maravillosamente bien. El regreso a casa, cuando el día decaía, era otro dilema con el que teníamos que lidiar, pues las madres se cogían unos berrinches enormes, al olernos apestando a humo, llenos de churretes y, algunos, con quemaduras, al saltar los efectivos explosivos que arrojábamos al fuego.
Eran otros tiempos en que la vida parecía que estaba ralentizada, y en la que se vivía de espaldas al reloj, como pájaros, pendientes del sol para salir o recogernos. ¡Qué poco necesitábamos para ser felices! Sólo tengo añoranza de mis tiempos de niño; de ninguna otra, y pienso que “la infancia es ese territorio del que nunca salimos y al que nunca volvemos”, será por eso que cuando tenemos hijos en esas edades, siempre aprovechamos la ocasión de retroceder en el tiempo y diluirnos en ellos.
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