Nacido en La
Coruña en 1957, Manuel Rivas es periodista, novelista, ensayista y poeta.
Considerada la
voz más sobresaliente de la literatura gallega contemporánea, Manuel Rivas se
ha convertido también en una rara excepción dentro del panorama de la literatura
mundial. Por su manejo del lenguaje, su autenticidad, la ternura de sus
historias, la profunda resonancia poética de su palabra, sus libros han ido
ganando adeptos no sólo en el continente europeo, sino en el americano. Su obra
literaria está escrita originalmente en gallego. Manuel Rivas ha revolucionado
la literatura gallega y ha fundado diversas revistas literarias.
Tuve la suerte
de conocer su literatura, un día frío de enero de 1990 -cuando “hibernaba” en el pueblo
de Grazalema-, a través del programa que Iñaki Gabilondo tenía en la SER. En él
presentaban a nivel nacional al “nuevo” escritor que había publicado en
Ediciones B, del grupo Z, el libro de poemas y relatos “Un millón de vacas”,
del que oí, gratamente, el poema “Ecos” y el relato “Primer amor”,
los cuales me parecieron novedosos, dulces y entrañables. Desde entonces he seguido la
trayectoria literaria de este autor, aunque he de reconocer que al poco de “reconvertirse”
y entrar a formar parte del entramado del PSOE (entiéndase, El País, Alfaguara, la SER,
etc.,) el escritor perdió la orientación, la frescura, la sencillez, que le caracterizaba al principio, convirtiéndose en un autor forzado que trata de complacer a todos los lectores -algo conpletamente imposible-, y que parece estar escrinbiendo con el sólo objetivo de que su libro encaje en un futurible guión cimenmatográfico. Resumiendo, que es menos creíble y cercano que cuando lo descubrí; de todas
maneras merece conocer su obra literaria que ha dado buenos momentos al mundo
de las letras hispanas.
Que no quede nada
Había
jurado no comprarle jamás un arma de juguete al niño.
Había
pertenecido a Greenpeace, aún cotizaba con un recibo anual, y sentía una
simpática nostalgia cuando veía en la televisión una marcha pacifista
desafiando la prohibición de internarse en el desierto de Nevada, donde los
ingenieros nucleares se extasiaban sembrando en los cráteres hongos
monstruosos. Su trabajo de representante comercial lo absorbía totalmente.
También se había casado. Y había tenido un hijo.
—¿Un
hijo? —le preguntó Nicolás con ojos de espanto. Era un antiguo compañero de
inquietudes, con el que acababa de encontrarse en el aeropuerto.
—Pues
sí —había dicho él, sintiéndose algo incómodo.
Nunca
pensó que estas cosas hubiera que explicarlas. Uno tiene un hijo, y ya está.
—No,
¿sabes?, si lo digo es por la valentía que supone. Creo que hay que ser
valeroso para tener un hijo. Yo no sería capaz de tomar una decisión así. Me
daría vértigo.
En
realidad, nunca había pensado en el significado de tener un hijo. Se había
casado porque le apeteció y había tenido un hijo por lo mismo. Pero Nicolás no
dejaba de mirarlo como un confesor atormentado por los pecados ajenos.
—¿Sabes? Creo que hay que tomarlo sobre todo como un
hecho biológico, sin darle muchas vueltas trascendentes. Es
como asumir nuestra condición animal. Un hijo hace que te sientas bien, así,
como un animal. Recuperamos nuestra animalidad como condición positiva.
Nicolás
se rió. Al fin y al cabo, era biólogo.
—No
sé. Para mí es como si decidierais convertiros por un instante en Dios. Traer a
alguien a este mundo debe de ser hermoso, pero... es también tan terrible. No
sé.
—¿Terrible?
¿Por qué?
—De
una terrible inconsciencia.
—Bueno...
Él se despierta muchas veces por la noche. Nos llama y vuelve a quedarse
dormido. Así, varias veces por la noche. Puedes ser un dios, pero un dios
hecho polvo. Él, hostias..., duerme cuando quiere.
Ahora
se rieron los dos.
—¿Le
cuentas cuentos?
—No
veas. Le llevo contados miles. Bueno, cuando estoy. Ya sabes, ando de aquí para
allá, con este maldito trabajo. Hay noches en que le cuento tres o cuatro, y me
quedo dormido antes que él.
—¿Cómo
son? ¿Qué es lo que le cuentas? —preguntó, divertido, Nicolás.
—Buff.
Sobre todo, de animales. Le encantan los cuentos de animales. Animales que
tienen hijos, y vienen los cazadores, y todo eso. Procuro que el lobo sea bueno
—y dijo esto con un guiño también divertido.
—Me
gustaría verlo alguna vez —dijo Nicolás, cuando ya se despedían.
El amigo hizo una última señal de adiós tras la puerta
de cristal, y él se dirigió a una de las tiendas del aeropuerto. Siempre
llevaba algún regalo para el niño. No había mucho donde elegir. El mayor
surtido era de imitación de armas de fuego. Las había de todas clases. El colt
vaquero, una pistola de agente especial con silenciador, un rifle de mira
telescópica, una ametralladora de rayos láser. Y luego
estaba toda la artillería, y los blindados, y sofisticadísimos adelantos de la
guerra de las galaxias. Los evitó con un ademán de repugnancia, y finalmente
eligió un paragüitas de tela plástica transparente y con pegatinas de graciosos
animalillos.
Cuando
llegó a casa, el niño estaba durmiendo.
—Le
traje esto —dijo él con una sonrisa.
—Es
bonito —dijo la mujer.
Por
la mañana, el niño preguntó: ¿Vas a trabajar? Él contestó con pena que sí y el
hijo lo miró con enojo, a punto de llorar.
—Te
he traído una cosa —dijo él saltando de la cama. El niño se calló y esperó
expectante a que desenvolviera el regalo.
—Mira,
tiene dibujos de Snoopy —dijo satisfecho, alargando el paragüitas.
El
niño miró el regalo, le dio vueltas para ver todos los animales, y parecía
contento.
Antes
de marcharse, le dio un beso y le acarició la cabeza. Cuando iba a abrir la
puerta, oyó que el hijo lo llamaba. Se volvió y lo vio allí, con una pierna
adelantada y el paraguas apoyado en el hombro con perfecto estilo de tirador.
—¡Pum!
Estás muerto, papá.
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