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sábado, 12 de febrero de 2011

Franz Fafka: "El Puente" (Relato)


¿He dicho alguna vez que disfruto leyendo a Kafka? ¿Y que me recuerda la locura juvenil que se debe tener cuando se ansía algo y se es, sobre todo, joven?

Kafka me recuerda los pasados años 70. Estaba rabiosamente de moda entre "la intelectualidad y el progrerío" de aquella época. Era raro no encontrar a un melenudo con barba, tejanos Lois por los tobillos, calzados con botas de piel vueta y camisa de franela desabrochada, que no llevara bajo el brazo, o en la bolsa, el complemento que lo caracterizaba: un par de libros; uno, de la más exitante poesía social o surrealista, y el otro (definitorio) de Franz Kafka. Y es que si querías ser alguien, no se te podía ocurrir decir que no lo habías leído. Son modas, pero que como en ésta ocasión, no hacían mal a nadie. ¡Benditas modas! ¡Por qué no habrán seguido proliferando!

Franz Kafka nació en Praga, el 3 de julio de 18883, y murió en Kierligh (Austria), el 3 de junio de 1924, cuando sólo contaba 41 años. Su obra, escrita en alemán, es considerada como una de las más influyentes de la literatura universal del siglo XX, a pesar de que ésta fue corta: tres novela (El Proceso, El Castillo y América), una obrita corta (La Metamorfosis) y unos interesantes relatos breves, de los que he entresacado "El Puente", perfecta ejecución de la técnica del cuento: sustancia y brevedad. Que lo disfruten.


El Puente

Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.

Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.

Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.


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