No sé que les pasa a los lunes que suelen ser tan molestos. Empiezan a incomodar desde el mismo domingo por la tarde, poco rato después de haber acabado con el último sorbo de café de sobremesa. Da igual que trabajes o que estés ocioso, la sensación, siempre es la misma. Notas un desequilibrio insalubre, inquietante, que recorre todo el cuerpo, comenzando desde la punta más extrema de los pies, trepando por las piernas, y, através del vientre, el pecho, el cuello, consigue llegar hasta la cabeza, donde, una vez allí, se incrusta en el cerebro, invade a sus anchas y gravita por todo él a su antojo.
Para mí, el lunes es el día ideal para celebrar bodas, entierros, presentaciones amistosas, y celebraciones familiares, todo ello aderezado con flores de pascuas, jacintos, nardos y crisantemos.
Y es que con el viernes se paraliza el latido semanal. Las noticias se adormecen, paran las lluvias, sale el sol, las coladas se tienden para que se aireen y se sequen, el espíritu se rejuvenece y se ensancha, y por las calles, los niños corren más alegres, apedreando a los perros callejeros y persiguiendo en frenéticas carreras a los esquivos gatos. Todo parece distinto, más luminoso y enchaquetado, como vestido para ir a la misa del domingo.
Las niñas calzan sus zapatos de fin de semana, al fin libre de sus uniformes escolares y los chavales, una vez desposeídos de sus pesadas carteras, afrontan la difícil tarea de escoger a la más dulce y coqueta de todas.
El viernes predispone a relajarnos, a bajar la guardia, y hasta las malas noticias de los informativos, parecen tomarse un respiro en el fin de semana. El mundo pacta un descanso. La gente sigue padeciendo, los hospitales están atestados de enfermos, pero como no los vemos, parece que nos afecte menos. La prisa se calma, el sueño se aquieta, el bullicio se inflama, y una corriente analgésica recorre el cuerpo pidiendo la paz del fin de semana.
Pero llega el lunes –antes, la tarde del domingo- para acabar la tregua. Para hoy, ya sabemos que tendremos que vestirnos la armadura, colgarnos la espada, y salir a la calle a combatir lo que nos queda de terrible semana. Los lunes -aunque alumbre el sol como el mes de julio en el desierto-, parece que una bruma escapada del infierno lo haciera más sombrío e inquietante. Es como si ante nosotros pusieran una resbaladiza y empinada escalera maya.
Mal venido sea el lunes, que se enreda entre mis manos, le da cuerda al reloj y desazón a mi espíritu. Si no fuera por él, quizás, el tiempo, lograría ser más consecuente y perfecto, y también, dejaría menos arrugas en el alma.
Para mí, el lunes es el día ideal para celebrar bodas, entierros, presentaciones amistosas, y celebraciones familiares, todo ello aderezado con flores de pascuas, jacintos, nardos y crisantemos.
Y es que con el viernes se paraliza el latido semanal. Las noticias se adormecen, paran las lluvias, sale el sol, las coladas se tienden para que se aireen y se sequen, el espíritu se rejuvenece y se ensancha, y por las calles, los niños corren más alegres, apedreando a los perros callejeros y persiguiendo en frenéticas carreras a los esquivos gatos. Todo parece distinto, más luminoso y enchaquetado, como vestido para ir a la misa del domingo.
Las niñas calzan sus zapatos de fin de semana, al fin libre de sus uniformes escolares y los chavales, una vez desposeídos de sus pesadas carteras, afrontan la difícil tarea de escoger a la más dulce y coqueta de todas.
El viernes predispone a relajarnos, a bajar la guardia, y hasta las malas noticias de los informativos, parecen tomarse un respiro en el fin de semana. El mundo pacta un descanso. La gente sigue padeciendo, los hospitales están atestados de enfermos, pero como no los vemos, parece que nos afecte menos. La prisa se calma, el sueño se aquieta, el bullicio se inflama, y una corriente analgésica recorre el cuerpo pidiendo la paz del fin de semana.
Pero llega el lunes –antes, la tarde del domingo- para acabar la tregua. Para hoy, ya sabemos que tendremos que vestirnos la armadura, colgarnos la espada, y salir a la calle a combatir lo que nos queda de terrible semana. Los lunes -aunque alumbre el sol como el mes de julio en el desierto-, parece que una bruma escapada del infierno lo haciera más sombrío e inquietante. Es como si ante nosotros pusieran una resbaladiza y empinada escalera maya.
Mal venido sea el lunes, que se enreda entre mis manos, le da cuerda al reloj y desazón a mi espíritu. Si no fuera por él, quizás, el tiempo, lograría ser más consecuente y perfecto, y también, dejaría menos arrugas en el alma.
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