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viernes, 8 de marzo de 2013

Isabel Mellado Bravo: "Cuatro horas al cubo"













Isabel Mellado Bravo nació en Santiago de Chile y es violinista. En 1990 obtuvo la beca Karajan para estudiar durante dos años con el concertino de la Filarmónica de Berlín. Una vez finalizados sus estudios permaneció en Alemania trabajando en diversas orquestas. Desde hace tres años vive y trabaja entre Granada y Berlín. Como escritora tiene un libro, “El perro que comía silencio”, del que forma parte este microrrelato.



Cuatro horas al cubo

 
Todo comenzó con un estornudo. Yo por cortesía le dije Jesús, ella me respondió que no me tomara la molestia, que era atea. Nos embalamos de inmediato en un diálogo sobre religión, pasando por obispos muy fecundos, viajes a la India y muchos otros temas que podrían llenar cuatro horas de tren y varios vagones.
Esta vez decidí fingirme un profesor de filosofía y letras. Separado, bien optimista. Amante de los niños, claro. Mis padres vivirían lejos, en Tierra del Fuego al menos, y yo, aunque soñador, sería un tipo muy asertivo.
Cuatro horas de tren no son solo cuatro horas. Es una vida pequeña, cuatro horas al cubo. El marco perfecto para mostrarse encantador, recreándose una personalidad de salón y un currículum como siempre se ha querido tener, y representar el rol del rufián, el seductor, el artista o, en caso de tener mala compañía, el sordomudo de nacimiento. Aquí, con la certeza de no volver a ver a tu interlocutor, sin riesgo de un futuro común (qué falacia eso del futuro común, ¿se referirán a la muerte?), puedes rápidamente saltarte los recovecos habituales llegando al meollo y, con suerte, si hay química de vagón, alcanzar cercanías insospechadas. No hay como una buena conversación en tren. Te responden. Yo la practico dos veces por mes desde que me peleé con mi psicoanalista. Es mucho más barato y más ameno. Eso sí, tengo un precepto igual que el psicoanalista: pase lo que pase, nunca intercambiar ni pelos ni señales, o sea, nada de teléfonos ni intentar rejuntarse nunca. Sin la vertiginosidad sobre rieles, la compresión del tiempo, la libertad de ser lo que no se es y el sedante mantra: Talán chucu chu, talán chucu chu, no volvería a ser lo mismo.
La comunicación en un avión es otra historia. El tiempo pasa volando y la gente es recelosa de su espacio, egoísta, quizá porque en la inseguridad del aire se activan mecanismos de supervivencia. En cambio, en el tren se respiran mejores intenciones, ganas de conversar e incluso de estar de acuerdo. El tren te hace parecer más persona.
He sido mucho, desde astrónomo a sepulturero. Si me toca una mujer bonita, para olerla mejor me hago el ciego. De seguro soy profesor de matemáticas si suben niños. Con las ancianas acostumbro a ser un hipocondríaco y cuando estoy cansado, falto de ideas, trabajar para una ONG es una buena opción. Ya no cometo el error de representar un papel demasiado bien, una personalidad coherente despierta sospechas.
Hay veces que repito, pero le agrego un gato, algún cáncer terminal, un hermano perdedor y una ilusión o un vicio, y soy ya tan dúctil, que al cambiar de interlocutor paso en un segundo de militante vegetariano a histérico experto en tauromaquia, o de viudo reciente a casado igual de reciente, por dar algún ejemplo. Se lo debo a mi psicólogo, si soy algo y también lo contrario, nunca seré un neurótico, o algo por el estilo me dijo.
Intento no caer en tópicos y doy a mis personajes toda la libertad y todos los sentimientos que deseen tomarse, aunque me dejen seco. Luego vuelvo a casa y duermo, duermo hasta que me asimilo.
Tal vez porque teníamos las cortinas cerradas, nadie intentaba entrar a nuestro compartimento y la chavala del estornudo ateo la verdad es que llevaba horas haciendo méritos. Me había convidado de su pan con queso y me inspiraba frases bastante inteligentes, un pasado lleno de becas, amores y amigos. Ella era alegre, fresca, disparatada como un potrillo. Yo estaba de lo más conversador y hasta espontáneo se podría decir. De repente ella me plantó un beso (ahora entiendo la expresión).
El profesor de filosofía y letras que llevaba puesto se quedó dislocado, le dio julepe y salió corriendo dejándome en cueros. Nos quedamos mudos, ya sin frases de marketing. Locuaces se nos pusieron las manos y el cuerpo.
Casi me dan ganas de interrumpir la terapia, no mudar más de piel cada vez que bajo del tren. Especialmente ahora que me cubre tan felizmente los huesos. Ya no se siente de aluminio. Pero llevo tres años en esto. He sido tantos tipos regios, personalidades de fantasías y pasiones y sé que aún estoy a mitad de camino de lograrme...
Me espeluzna la sola idea de bajarme en la estación de siempre, de nuevo tan yo y sin su teléfono. Intento convencerme: mejor seguir siendo muchos tristes que uno solo contento.




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