Gemma
Pellicer es licenciada en Filología Hispánica y en Periodismo por la
Universidad Autónoma de Barcelona. Ha cultivado la crítica literaria en el
diario Avui y en las revistas Turia, Quimera y la
argentina Olivar. También ha coordinado, junto con Fernando Valls, la
sección de microrrelatos "Liebre por gato" en la revista Clarín.
Sus propias piezas han aparecido en la revista mexicana Narrativas y
en Paralelo 50; así como en las publicaciones electrónicas Delirio,
Kafka y Letras de Chile, y en el diario argentino El
Liberal, de Santiago del Estero, o en el blog especializado en
microrrelatos Ficción mínima.
El
caracolillo
Se fue encogiendo primero de espaldas, brazos y piernas, hasta quedar bien prieta, como si fuera un caracolillo empeñado en absorber, de una sola vez, todo el sol que le cupiera sobre las espaldas las raras veces en que salía a pasear. Luego, cuando se le hubieron caído los dientes y el leve pelo ralo que milagrosamente conservaba, fue desprendiéndose poco a poco de los gruesos jerséis de invierno, y de las sucesivas bufandas, gorros, sombreros, orejeras y guantes de lana, para terminar vistiendo un finísimo camisón de seda por todo abrigo, como las antiguas combinaciones que antaño usaban las abuelas, muda que se reveló mucho más benévola ante los implacables cambios de que era objeto su cuerpo, cada vez más comprimido, más necesitado de presteza y agilidad.
Los años no sólo le habían reducido los huesos, sino también los andares, los gestos y hasta las miradas. De poder hablar con franqueza, diríase que se había convertido en un saquito de carne lleno de protuberancias, de perfil indistinguible. Los pasitos que daba para ir a la tienda de la esquina no sólo eran cortos y audaces como sus pensamientos, sino que incluso los saludos y buenos deseos que repartía eran expresados en forma de pequeñas ráfagas, como si temiera gastarlos de golpe. A decir verdad, resultaba dificilísimo reconocer en aquella pobre anciana a la mujer rotunda que había sido: si bien nunca fue alta del todo, hubo un tiempo en que sus piernas y pestañas fueron largas, y anchas sus caderas, y sus andares, acompasados, además de exhibir sonrisas y saludos calmos y generosos, capaces de enamorar a más de uno y de dos.
Tras unos breves instantes de duda, al final se ha decidido a cruzar. El coche metalizado no ha tenido tiempo de reparar en aquel caracolillo que se desplazaba por la calle medio a tientas, con la ligereza torpe de un ser espiritual.
Se fue encogiendo primero de espaldas, brazos y piernas, hasta quedar bien prieta, como si fuera un caracolillo empeñado en absorber, de una sola vez, todo el sol que le cupiera sobre las espaldas las raras veces en que salía a pasear. Luego, cuando se le hubieron caído los dientes y el leve pelo ralo que milagrosamente conservaba, fue desprendiéndose poco a poco de los gruesos jerséis de invierno, y de las sucesivas bufandas, gorros, sombreros, orejeras y guantes de lana, para terminar vistiendo un finísimo camisón de seda por todo abrigo, como las antiguas combinaciones que antaño usaban las abuelas, muda que se reveló mucho más benévola ante los implacables cambios de que era objeto su cuerpo, cada vez más comprimido, más necesitado de presteza y agilidad.
Los años no sólo le habían reducido los huesos, sino también los andares, los gestos y hasta las miradas. De poder hablar con franqueza, diríase que se había convertido en un saquito de carne lleno de protuberancias, de perfil indistinguible. Los pasitos que daba para ir a la tienda de la esquina no sólo eran cortos y audaces como sus pensamientos, sino que incluso los saludos y buenos deseos que repartía eran expresados en forma de pequeñas ráfagas, como si temiera gastarlos de golpe. A decir verdad, resultaba dificilísimo reconocer en aquella pobre anciana a la mujer rotunda que había sido: si bien nunca fue alta del todo, hubo un tiempo en que sus piernas y pestañas fueron largas, y anchas sus caderas, y sus andares, acompasados, además de exhibir sonrisas y saludos calmos y generosos, capaces de enamorar a más de uno y de dos.
Tras unos breves instantes de duda, al final se ha decidido a cruzar. El coche metalizado no ha tenido tiempo de reparar en aquel caracolillo que se desplazaba por la calle medio a tientas, con la ligereza torpe de un ser espiritual.
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