En la distancia, el castaño se confunde con un ser animado, un espíritu cercano que ahuyenta la lejanía.
En él viven náyades, elfos y, si sonríes, hadas, porque éstas sólo son posibles si de tus labios caen cascadas de sonrisas.
No es posible pasear por él sin sentir el abrazo rizado del viento que, remolón, juguetea entre sus ramas.
Detrás de cada árbol puede uno encontrarse una sorpresa, pero a pesar de todo, su magnetismo te atrapa y sucumbes en su espesura.
Perderse en el bosque para reencontrarse en uno mismo.
Eso es lo que nos atrae del abismo de su grandeza, la sensación de volver a nacer, la esperanza de reencarnarnos en un ser celuloso que vive inmutable a las circunstancias de la vida, la creencia en lo definitivo, la solubilidad en el espacio.
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