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viernes, 24 de diciembre de 2010

El Guadalquivir desbordado





Hoy, al pasar por la Vega de Triana, nos hemos encontrado con la crecida del río Grande de Sevilla, el Wadi al-Kabir, y me ha traído recuerdos enmarañados de la infancia.
Como expliqué en uno de los primeros post que realicé para este Rincón, de pequeño, todos los años era menester trasladarnos a casa de uno de mis tíos, en la calle Pagés del Corro, en el barrio de Triana, a causa de las periódicas riadas que el Guadalquivir producía en la estación de lluvias. Es cierto que, por suerte, el agua nunca llegó a afectarnos, ya que nuestra vivienda estaba en una segunda planta, pero el barrio quedaba completamente anegado y era preciso esperar algunas semanas, hasta que ésta se retiraba y el acceso a las casas era posible.

Para los niños de aquellos años, esta monotonía de días lluviosos era algo habitual, una constante con la que contabas todos los otoños, los inviernos y, además, algunas primaveras. En los años cincuenta y sesenta, las precipitaciones se encadenaban día tras día, semana tras semana, y podían pasarse meses lloviendo (con algunas escampadas entre tanto) hasta que las tierras, los arroyos y los ríos reventaban de tanta agua.
A los que no son de esta época –ni nacidos en ésta provincia- les parecerá exageración lo que describo, pero hay un detalle anecdótico de aquellos años que refleja la realidad que cuento: el amor que profeso al campo me viene del virus que inoculó mi padre en mi cuerpo cuando, a la edad de cinco años, recorríamos los caminos y veredas, dormíamos bajos las estrellas, alimentando nuestros espíritus de quietud y belleza, y jamás, en todo ese tiempo, necesitamos una cantimplora; siempre había un regajo o un manantial a mano para aplacar nuestra sed. Después, cuando mi padre faltó y mi afición a la naturaleza me llevó a patear la montaña, tampoco necesité cargar con reservas de agua, la sierra te abastecía de toda la que necesitabas.
Más tarde, las precipitaciones fueron enrareciéndose. En lugar de largas temporadas de finas lluvias, la cosa cambió y se transformaron en pocos días lluviosos, pero torrenciales, lo que imposibilitaba que las aguas penetraran en la tierra y rellenaran los depósitos cavernosos que aseguraran las reservas necesarias para la época de estío, con lo que los antiguos manantiales se fueron desecando, su localización cada vez más difícil, y la utilización de la cantimplora se fue imponiendo.

La crecida del Guadalquivir ha hecho revivir imágenes de mi lejano pasado. Recordar cómo, a partir de octubre, los habitantes de la Vega se iban a la cama todas las noches, con el temor a una presentida riada que les inundara sus viviendas, y cómo los niños –inocentes criaturas que de todo hacen un juego- vigilábamos la subida de las aguas desbordadas, a través de estacas-testigos que clavábamos a una distancia prudente del líquido invasor cuando aún estaba alejada la amenaza de las casas. Una vez que estos testigos-vigías eran rebasados por la crecida del río, se volvían a clavar otros tantos, así hasta que el agua estaba próxima a las viviendas, entonces un vocerío infantil penetraba por las calles de la barriada y ponía en guardia al vecindario, esto cuando el suceso no ocurría por la noche que, como todas las desgracias, siempre acontecen cuando la luz del día ha desaparecido, para hacer más desesperante la agonía de los desgraciados.

La verdad, esta visión de hoy, sobre las márgenes inundadas del río, o desde uno de sus puentes que dan acceso al paraíso de El Aljarafe, soportando sobre nuestros rostros el fuerte y reponedor poniente que nos azotaba, mirando con la profundidad que permite el recuerdo, nos ha hecho un poco menos mayores. Como dijo el poeta Leopoldo Panero, "en la niñez vivimos, y después sobrevivimos". ¡Qué hermoso y extraordinario es poder viajar por un instante en el tiempo!

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