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martes, 7 de septiembre de 2010

Rafael Lozano: "Madre Tierra" (Cuento)


 

Al principio, todo comenzó como un juego. Fue la consecuencia divina de la apuesta olímpica en la que se enfrascaron -un día en el que sus divinidades se sentían aburridos por la inactividad- todos los dioses capaces del orbe sagrado. Uno sintetizó gases siderales y los transformó en espumosas y confortables nubes donde podrían tumbarse, acogedoramente, a tomar el sol, los días en que el trabajo no los reclamara. Otro, fundió las masas ferruginosas que unían entre sí a todo el espacio y provocó los huecos que hoy conocemos entre unos y otros astros, con el fin de rivalizar en los ratos libres, a ver quién lograba dar el salto más grande. Así, de esta manera, fue transcurriendo la jornada, hasta que le llegó el turno al hacedor de la Tierra. Se le ocurrió que, con los desechos y las escorias que quedaron de todas las invenciones anteriores, él las refundirías y haría una aleación de gases y masas sólidas -a las que se les unieron gotas de sudor que resbalaban por su frente- y todo ello lo convertiría en una gran esfera que les permitiera jugar a fútbol, los días de tedio. Dicho y hecho. Acabó el día de asueto y los dioses volvieron a su frenética actividad divina. Como otras veces, el resultado de su creación sólo sirvió para el divertimento momentáneo; después, cada uno olvidó su creación.
Pasaron millones de años y, lo que en un principio sólo era un juguete, fue tomando vida propia. Primero, ante la agresividad de los agentes externos, construyó, con los diferentes gases que la asfixiaban, una capa superpuesta sobre toda su redondez –a semejanza de las cebollas- que funcionara como escudo protector contra todo peligro invasor del hiperespacio. Más tarde, consiguió separar la parte acuosa -producto del sudor del dios- del resto de los materiales existentes y formar grandes océanos y secos continentes. Luego, las aguas de los océanos crearían el milagro de la lluvia, y con ella, los ríos que, lentamente, hoyarían de manera arquitectónica los verdes valles y regarían las sedientas praderas. La Tierra se transformó en un paraíso habitable y toda ella se pobló de cientos de animales y miles de variedades vegetales. Los primeros disfrutaban, sin temor, de todas las benignidades que sus desprendidas vecinas ponían a su paso, y estas últimas se multiplicaban, sólo por el placer de producir alimentos frugales para el resto de seres vivos que de ellos dependían. Cada cual aceptaba complacido su estatus y sólo tomaba para sí lo justo que la dinámica orgánica le exigía.

Pero hete aquí que, un día en que nuestros felices dioses merodeaban por esta parte del inmenso espacio, descubrieron con infinita curiosidad que aquella masa informe que un día les sirviera de juego, había adquirido vida y se había convertido en un idílico mundo. Corrieron raudos a comunicarlo al hacedor de tamaño invento, el cual, al observar en qué se había transformado su olvidada creación, y lo que es peor, sin su divina intervención, montó al instante en cólera y, en lugar de estudiar el fenómeno y gozar de su magnificencia, comenzó a idear cuál sería la venganza más ejemplarizante contra su díscola e ingrata creación. Hacerla estallar en cien mil pedazos le parecía sumamente fácil y rápido; necesitaba una más impactante y dilatada en el tiempo. Pasaron tres celestiales semanas al final de las cuales encontró la solución para castigar tamaño atrevimiento: crearía un ser que llamaría Hombre, y lo pondría sobre el suelo de tan perfecta criatura; él, y solo él, se encargaría de ejecutar, como el dios deseaba, lentamente, igual que la gota de agua transforma su carbonato cálcico en estilizada estalactita, aquella terrible venganza.



Y el Hombre pisó la Tierra. Él comenzó a ser el ejecutor activo de la rabia y la envidia de un dios iracundo que no admitía que una de sus creaciones se le fuera de la mano. Y el Hombre, -creación divina con cerebro de chimpancé- fue cumpliendo aplicadamente las instrucciones que programó su señor y, durante siglos, allá por donde pasaba, iba dejando destrucción. No consumía, como los demás seres de la Tierra, para sobrevivir; ahora tomaba de la naturaleza más de lo que necesitaba. También guardaba para mañana, -“por si acaso”, justificaba-; o bien, para asegurar la supremacía de su descendencia. Ya no le bastaba lo que la Madre Tierra le daba; ahora se revolvía contra ella y arañaba su superficie inventando la siembra; con la siembra se producía el excedente y con él, el acaparamiento y la idea de riqueza. Quemaba el bosque
para tener más espacios de cultivo y seguir llenando sus despensas y, a diferencia del resto de depredadores, mataba más de lo que consumía, incluso por diversión lo hacía. La riqueza trajo consigo la necesidad de seguridad: seguridad de tener mañana más; seguridad de que “los otros” no te la quiten; seguridad, al fin, de que los Hombres que como él piensan, lleven las riendas de este mundo. Para ello inventaron las destructivas Guerras: para consumar, de una manera más sangrienta y dolorosa, el imperativo glorioso por el cual el creador los había puesto en este irredento mundo.

Pero nada es invariable. Todo es susceptible de cambio. Y la máquina destructiva, que el dios rencoroso creó para hacer efectiva su desmedida venganza, sufrió en algunos de sus miembros una fascinante mutación. De estos seres malignos surgió una nueva criatura que se fue extendiendo por todo el planeta y que, primero, calladamente, más tarde sin recato, plantaron fuerte resistencia a tamaño despropósito. Imitando a la naturaleza, volvieron al consumo racional; se reconciliaron con el planeta y recobraron la armonía natural.


De la defensa de lo que aún no lograron aniquilar los Hombres, hicieron bandera y credo que transmitieron a las generaciones venideras. Son los nuevos hijos de la Madre Tierra y en los que ella tiene depositada todas las esperanzas de salvación. Ellos serán los que curen sus sangrantes heridas y los responsables de pasar el testigo a los Nuevos Hombres del futuro, para que no se haga efectiva, al fin, la venganza de este soberbio dios.
Si nuestra Madre Tierra supiera hablar, gemiría: hijos míos, ¡Ayudadme!



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