Para cuando muera, elegiré el infierno como última morada, estoy convencido de que será el lugar del hiperespacio donde menos
incómodo me encuentre. Creo que será un sitio atractivo y divertido para pasar
el resto de los años: confortable, bien acondicionado, con todos los adelantos
terrenales de los que hacen soportable este vivo mundo, ya que al haber tanta
gente destinada a esa penitenciaría, cualquier inversión ejecutada en ella se
rentabiliza con facilidad.
El caso es que me motiva la elección del averno como final a
mi trayectoria terrícola. Desde que conocí quiénes eran los recomendados para
la gloria decidí de inmediato una huída hacia atrás en mi camino de persona
buena y sensata, y me entregué con desenfreno al culto de la maldad, ayudando a
cruzar las calles a invidentes que, más tarde, abandono en medio de la calle;
robo las pensiones de primero de mes, a todas las ajadas viudas que van a
cobrarlas a las Cajas de Ahorros; doy caramelos, refregados en achicharrantes
guindillas, a todos los niños imbéciles que obedecen las advertencias de sus
padres, etc.
Lo cierto y definitivo es que, sabiendo quienes suben al
paraíso, prefiero arriesgarme a bajar a los infiernos. En el Cielo –me han
dicho, de buena tinta- la temperatura
es bastante similar a la de mi ciudad: inviernos húmedos y fríos y veranos
tórridos y secos. El personal que lo frecuenta es de lo más soso: mujeres
viejas y enlutadas, siempre con una Biblia y el rosario en la mano, murmurando
letanías en agradecimiento por el bien concedido; franquistas recomendados por
el cura de su parroquia; explotadores arrepentidos diez minutos después de
muertos; banqueros engominados que tuvieron la precaución de hacerse un seguro
multicielo, etc. No hay música (me refiero a rock, blues, jazz, folk, etc.),
tampoco tienen calefacción ni aire acondicionado, porque, argumentan los
mandamases, “que para los pocos que son, no merece la pena gastarse los pocos
eurocielos que poseen”.
En el Infierno, todo son ventajas. Como está a rebosar,
calorcito en invierno, refrigeración en verano, altavoces musicales por todos
los túneles, cerveza a raudales, malas mujeres por doquier (amantísimas madres
que dedicaron su vida a la cría de sus retoños y no sacaron un rato para ir a
la iglesia), aborrecibles hombres (a todas horas trabajando, intentando llevar
a casa la mayor cantidad de dineros, cuando no, metido en huelgas y pegando
pasquines, o al frente de una irreverente manifestación), gente que no sabe
decir siquiera “un padre nuestro”, y que no tuvieron tiempo, al morirse, de
arrepentirse, tratando de ajustar –egoístamente- el futuro de sus seres
queridos.
En este lugar –cuentan los que han estado allí- todo es
juerga, diversión y alguna que otra vez movida. Porque aquello, dicen, está
todo lleno de comunistas, anarquistas, ateos, agnósticos, libre pensadores, que
se niegan a seguir los ritmos de trabajos que imponen los adjuntos del diablo,
por ello, semana sí -y la siguiente también-, es un continuo circular de
huelgas de brazos caídos que amenaza con convertir la caldera infernal, en un
simple hornillo para tener a punto el ponche.
Por tal motivo, estoy haciendo méritos para ganarme un puesto en esa residencia infinita. Desde que
actúo de la nueva manera, el mundo me sonríe diferente. La depresión ha
desaparecido de mi mente, soy más optimista y sonriente, la primitiva me suele
tocar de vez en cuando, y es que la vida que llevaba antes, no merecía la pena.
Me entristecía viendo a un negro en un semáforo; me rompía el alma el naufragio de
una patera y las consecuentes muertes de subsaharianos; cualquier atentado
terrorista me llenaba de congoja, cuando no, las incomprensibles guerras entre
hermanos que provocaban los países democráticos.
Aquello no era vida, os lo garantizo, y cuando me enteré de
la recompensa que se obtenía, lo tuve perfectamente claro: Yo, desde ahora
mismito, hago votos para ganarme el infierno. Confío en que me lo adjudiquen y
no me jodan mandándome al cielo.
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