La poesía puede llegar a ser
revolucionaria
No tiene futuro la
poesía, como jamás lo tuvo lo emocional, ni la dulzura, ni la belleza, ni la
filosofía, ni siquiera el sorprendente volar de una mariposa o el coreográfico
balanceo de unos árboles en otoño; todo está finiquitado, mal subastado y en
ruinas. Vivimos tiempos de practicidad, evaluables, de producción material, y
se nos está amustiando el alma. Con tanto asfalto en las calles, abrigándonos
tan sólo con hormigón armado cuando sentimos frío, envenenándonos con grandes
dosis de antibióticos y agradables pesticidas que ingerimos mientras degustamos
sabrosas ensaladas, el hombre, su sombra, su reflejo, o lo que queda de él, no
encuentra el camino adecuado –ni el tiempo- para visitarse de cuando en cuando
y cada vez le cuesta más encontrarse.
-“¿Para qué le sirve a
una sociedad hambrienta una poesía?”-, podría esgrimir cualquier pragmático que
quisiera refutar el valor de unos versos.
-A lo que yo respondería:
- “Es cierto; no quita el apetito, pero en cambio, es evidente que aquieta el alma”.
Es como si le preguntásemos a un jardinero, para qué sirve una flor; a un soñador, qué valor tiene una puesta de sol o la efímera visión de un arco iris; o a un noctámbulo, cuánto calcula que repercutirá en la economía nacional el paso de una estrella fugaz por el firmamento.
-A lo que yo respondería:
- “Es cierto; no quita el apetito, pero en cambio, es evidente que aquieta el alma”.
Es como si le preguntásemos a un jardinero, para qué sirve una flor; a un soñador, qué valor tiene una puesta de sol o la efímera visión de un arco iris; o a un noctámbulo, cuánto calcula que repercutirá en la economía nacional el paso de una estrella fugaz por el firmamento.
-“Una flor –responderá el
jardinero-, por sí sola, no es nada. Su delicadeza, su inmensa vulnerabilidad y
el valor inmaterial que posee, es lo que la hace valiosa. El recuerdo de su
color, de su perfume, de su hermosura en nuestra conciencia no tiene precio, y,
en ocasiones, pueden ser un perfecto sustitutivo medicinal para nuestros
intensos dolores afectivos”.
Y el soñador añadiría:
-“En la perfección de su mecanismo diario y la asombrosa explosión de colores, es donde se encuentra el precio y su grandeza”.
Y el noctámbulo argumentará:
-“En su recorrido efímero radica su inmaterial valor”
Y el soñador añadiría:
-“En la perfección de su mecanismo diario y la asombrosa explosión de colores, es donde se encuentra el precio y su grandeza”.
Y el noctámbulo argumentará:
-“En su recorrido efímero radica su inmaterial valor”
Y es que hay fenómenos y
cosas que no tienen efectos mercantiles, rendimientos comerciales, posibilidad
de encajarlos y convertir en lingotes auríferos, pero que son necesarios para
continuar inmunes en esta vida desasosegada, en esta carrera dolorosa por
terminar nuestros días lo menos dañado posible, sin graves rasguños interiores
y rebosantes de experiencias inmateriales. Ricos, sí, asquerosamente ricos,
pero de riquezas sensoriales.
Lo otro, lo del valor mercantil, el éxito productivo, el tesoro acumulado en una cuenta corriente, al final, sólo nos valdrá para adquirir un ridículo ataúd, un horrible mausoleo en el centro del campo santo y la garantía de que te entierren “tus seres queridos” boca abajo, por si acaso despiertas de esa muerte inacabada y pones en peligro la herencia.
Lo otro, lo del valor mercantil, el éxito productivo, el tesoro acumulado en una cuenta corriente, al final, sólo nos valdrá para adquirir un ridículo ataúd, un horrible mausoleo en el centro del campo santo y la garantía de que te entierren “tus seres queridos” boca abajo, por si acaso despiertas de esa muerte inacabada y pones en peligro la herencia.
La belleza puede ser
revolucionaria, altamente decisiva y desestabilizadora, máxime cuando va unida
al mensaje punzante que encierran las felinas metáforas de un poema.
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