En este artículo, Luis García Montero reflexiona sobre los errores cometidos en la transición española -esa etapa incómoda y lastrante de nuestra historia que siempre suele resurgir cuando analizamos los males actuales-, y los, muy probables, que cometamos si seguimos empeñados en caminar con el antifaz puesto. La mayor parte de nuestra vida nos movemos a impulsos del corazón, muy pocas como resultado racional de nuestra cabeza, por tal motivo seguimos corriendo el riesgo -a pesar de las experiencias adquiridas- de volver a tropezar en la misma piedra: el romanticismo político y la incoherencia pragmática.
El narcisismo como enfermedad política
Los errores propios se suelen pagar en política de un modo más cruel que los
aciertos del enemigo. El narcisismo es una fuente de errores, porque impide la
madurez en la decisión y suele actuar con un procedimiento envenenado: convierte
nuestras virtudes en defectos. El tiempo pasa, pasa también la historia y
tardamos en descubrir o asumir el error. La reflexión política se mezcla con los
sentimientos y la intimidad ideológica.
El error fundamental de la izquierda española para definir una postura en la
Transición del franquismo a la democracia fue no haber facilitado antes que nada
una renovación clara en la dirección del Partido Comunista. Recuerdo el orgullo
con el que fui a votar en las primeras elecciones una opción encabezada por
Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri, Ignacio Gallego y Rafael Alberti, mi
maestro. Tardé años en aceptar que fue un verdadero disparate que el Partido se
presentase en los años setenta a unas elecciones con nombres que venían de la
República, la Guerra Civil y el exilio, sin contacto ninguno durante décadas con
la realidad española. Y el disparate fue doble. No sólo se volcaba la
responsabilidad en gente del pasado cuando el país quería comenzar una nueva
ilusión, sino que se desperdiciaba la oportunidad de contar con una parte
decisiva de los mejores jóvenes y profesionales de entonces, muy cercanos al
Partido.
¿Falta de generosidad de los mayores? ¿Falta de ambición de los jóvenes? No,
fue una reacción narcisista que convirtió nuestras virtudes en defectos.
Teníamos motivos para estar orgullosos de la historia, para homenajear la labor
de nuestros mayores en los años más duros de lucha contra el dictador, y nos
sentíamos, además, parte de un relato digno, más importante que la mercadería
electoralista y las tácticas de la política entendida como farsa. El narcisismo
nos impidió descubrir que detrás de ese orgullo se agazapaba el error. Se perdía
la conexión con la realidad del país y, sobre todo, se daba la responsabilidad
de negociar la Transición a gente que tenía en la cabeza la España de 1936 y no
el verdadero país que Franco había dejado a su muerte. Muchas de las decisiones
que se tomaron sobre la monarquía, el olvido de los crímenes y la herencia del
caudillo respondían a la mentalidad de unos grandes personajes que todavía
pensaban en la dicotomía de la guerra y la paz, los militares y la libertad, y
no en las posibilidades de una democracia social y republicana en 1978, en el
contexto europeo del capitalismo avanzado.
La falta de madurez de la izquierda española impidió que el Partido de los
jóvenes, el Partido del interior, dirigiese la historia hacia otro rumbo.
Detecto también rasgos de narcisismo en las discusiones políticas de la
izquierda motivadas por la crisis económica actual, el deterioro de la
democracia y la aparición de nuevas formas de rebeldía en movimientos como el
15-M. Hay muchas virtudes en el 15-M. La denuncia de la política institucional
que se separa de la calle, la crítica a las cúpulas de unos partidos
acostumbrados a confundir el bien del país con el interés de los poderes
financieros y la superación de la dialéctica bipartidista, tan ruidosa como
superficial, abren perspectivas muy importantes. De mucho valor son también las
exigencias de una democracia real, participativa, transparente, más horizontal
que vertical. Pero todas estas virtudes pueden convertirse en defectos si sólo
sirven para dar pie a un descrédito generalizado de la política y de las
instituciones democráticas al grito de “todos son iguales”.
La rebeldía se disuelve si no encuentra un cauce para intervenir en las
leyes. En las últimas manifestaciones, junto a los policías disfrazados, ha
pretendido infiltrarse también un pensamiento reaccionario peligroso. Las
alarmas se encienden, por ejemplo, cuando alguien deja sin sueldo a los
diputados y vende la medida como una reforma democrática de austeridad y
purificación. ¿Quiénes nos van a legislar? ¿Las familias adineradas? ¿Los
tecnócratas?
Corremos el peligro de que el narcisismo provoque un error político parecido
al de la Transición, pero en un sentido contrario: existe el riesgo de creer que
estamos inventando el Mediterráneo, de olvidar que hay muchos debates que vienen
de lejos y han dado muy malos resultados, de despreciar todo lo anterior, todo
lo que no surja de una asamblea popular en una plaza, y de renunciar a un cauce
político organizado capaz de llevar la rebeldía a las instituciones. Ese tipo de
actitudes, incluso cuando se ponen en marcha con una intención cívica, son una
coartada jugosísima para los poderes financieros y los especuladores que están
asaltando los recintos de la democracia. Ellos son el enemigo, la política no.
Hace falta crear una opción política a la que apoyar con nuestros votos de forma
masiva. La confianza, darla y merecerla, es hoy una tarea de primera
necesidad.
En tiempos difíciles, la falta de madurez hace del narcisismo una enfermedad
ideológica muy contagiosa.
Todo menos mirarse en un espejo, claro, tenía que haber terminado este artículo quien lleva siendo tras casi treinta años il capo di tutti los capos de la poesía española... así de fácil es predicar mientras se sigue manteniendo la batuta de repartir trigo, o premios literarios... último caso el de Burgos...
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