Leopoldo Alas y Ureña, más conocido por "Clarín", nacido
en Zamora, el año 1852, y muerto en Oviedo, en 1901, a donde su familia se trasladaría cuando el escritor tenía siete años.
Clarín ha sido uno de los grandes intelectuales del
siglo XIX. Estudió en Madrid, donde cursó Filosofía y Letras, teniendo
como profesor a Francisco Ginés de los Ríos. Fue un intelectual
comprometido con las ideas progresistas que imperaban a finales de ese
siglo. Al final de su vida, decepcionado por los acontecimientos
políticos, sustituyó ese dinamismo histórico por una moral individual
que reivindicaba la emancipación del hombre a través de la cultura, y
defendía que el avance de la sociedad estaba ligada al progreso moral
de éste.
De él leeremos el cuento "El gallo de Sócrates”,
donde Clarín, a través de la ironía que le caracterizaba, parodia a la
metafísica y critica a los seguidores ciegos que no utilizan la razón.
El maestro trata de enseñarlos a razonar, y los alumnos, en lugar de
aprehender la sabiduría, se convierten en todo lo contrario que el sabio
pretendió. Buena lectura.
El gallo
de Sócrates
Critón, después de cerrar la boca
y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y
salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo
que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie
de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar,
descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el
espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas
palabras:
-“Critón, debemos un
gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda.” Y no habló más.
Para Critón aquella
recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más
verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal
vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No
había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso
para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos
(que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy
sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que
respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien
lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba
que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se
olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo
florido).
Había pintado las
maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de
tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.
Y Sócrates no había dicho que él
no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito
con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en
quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para
defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y
del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se
las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta
del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la
Medicina.
Como si la
Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de
la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela
solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde
un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era
un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.
Conoció Critón el
intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para
perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en
empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra
racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no
otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La
casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.
Al parecer, el gallo
no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le
perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy
incomodado sin duda.
Conocía el bípedo
perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto
de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc.,
etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta
filosofía.
«Pero buena cosa es,
iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera,
si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de
empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos
debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable
esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este
pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el
parlanchín de mi amo».
Corría el gallo y le
iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió
las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo
supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada
menos que Atenea.
-¡Oh, gallo
irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el
anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada
conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que,
por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».
Y el filósofo se
ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos;
pero todo en vano.
-¡Oh, filósofo
idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no
te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa
hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco
a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos
que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a
la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos
que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo,
una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica.
-«¡Silencio, gallo!
En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».
-Yo hablo, y tú
cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por
habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte
de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.
-¿Y pagas al maestro
huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?
-Gorgias es tan
loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre.
Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja
hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin
la sustancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni
cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con
setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista.
-Bueno, pues por
sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!
-¡Nones! No ha
nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué
viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?
-Porque Sócrates al
morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias
porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los
males.
-¿Dijo Sócrates todo
eso?
-No; dijo que
debíamos un gallo a Esculapio.
-De modo que lo
demás te lo figuras tú.
-¿Y qué otro
sentido, pueden tener esas palabras?
-El más benéfico. El
que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios,
en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses
verdaderos... y hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño
inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que
puede haber en la misteriosa muerte.
-Pues Sócrates y
Zeus quieren tu sacrificio.
-Repara que Sócrates
habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande
podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la
razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva
espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el
misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El
amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando
dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas,
desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.
-Gallo de Gorgias,
calla y muere.
-Discípulo indigno,
vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales.
Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una
conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume
de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del
muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil
pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo
de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un
sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera
nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo
que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en
Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el
humor al vulgo.
-Yo a las palabras
me atengo. Date...
Critón buscó una
piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre...
El gallo de Gorgias
perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:
-¡Quiquiriquí!
Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.
Por la frente de
jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.
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