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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Hoy te quiero menos que ayer y mucho más que mañana











Perdonen mi ignorancia, pero ¿septiembre es el mes de las bodas?
Yo sabía que en este mes comenzaba la vendimia y el pisado de las uvas, la recolección de las almendras y la zarzamora, etc., pero esto de los casamientos...
 Nunca vi tantas en mi vida, y eso que soy una persona que no suele fijarse en estos tipos de eventos que me suponía más que superados, pero no, se ve que el personal es masoca e insiste en estrellarse. Dos años para casarse y tres semanas y media para separarse.
Ya sé que la mayoría de ellos piensan que la suya será definitiva, que los anormales son los otros, pero luego llega la cruda realidad y pocos son los que soportan el traumático cambio adquirido.
¡Y yo que creía que después de mí, el noviazgo y el matrimonio se convertirían en piezas de museo!
A la vista de los resultados, habrá que reconocer el fracaso del trotskismo español en su intento obsesivo de instaurar como arma política, en plena transición, su atractiva liberación sexual que a la mayoría de los tíos nos parecía algo alucinante.
Después de tanto destrozarnos la vista leyendo a la Vera Schmidt y al Wilhelm Reich, de tanto revolcón en la cama, de tanto lastre represivo arrojado -supuestamente- por la borda, uno suponía que lo que vendría luego sería el normal apareo animal de los individuos, al margen de convencionalismos esquemáticos y sociales.
Pero he aquí mi sorpresa que con el paso del tiempo descubro que la cosa sigue igual y, si me apuran, se agrava. Los jóvenes se hacen novios cada vez más temprano (hablo, no de intercambiar sexo, sino de comprometerse), y aún son mayoría los que determinan pasar por vicaría antes de vivir juntos.
He de reconocer que en este tipo de eventos juega más la parte folclórica que la amorosa, y sorprende comprobar cómo han aumentado la suntuosidad, la pompa, los fuegos de artificio, máxime desde que el pueblo –queriendo remedar a su envidiada clase pudiente-, ha accedido al teatro de la representación  fantasmal. Ellos de chaqué, dejando ver por encima de la camisa unos enrojecidos cuellos de faena que les delata. Ellas con grandes pamelas, pequeños bolsos y embutidas en diminutos y vertiginosos zapatos que ponen a pruba su nula experiencia. Todos se sientes protagonistas importantes, y allá que se lanzan, al asalto del personaje que ese día les toca representar, caminando como pueden y saben, deseosos de llegar al convite y aflojarse los silicios.
Porque esa es otra. Ahora, todo dios se casa en iglesias de renombre: en la Catedral; en el Salvador; en la Macarena, en la capilla de los Marineros; en el Gran Poder; en la Anunciación, etc. Ya nadie lo hace en la del barrio porque casarse ahí rebaja el nivel del acto. Todo está medido, predeterminado: la iglesia, el vestido, el convite, el reportaje fotográfico, el viaje... Menos el futuro que los ha de recibir. En este no hay quien intervenga y siempre acaba imponiendo los designios que nos tiene reservados.
Hacía tiempo que no me acercaba al centro de la ciudad y la verdad es que daba la impresión de que hubieran pasado cientos de años. Nunca antes había paseado entre tantos replicantes.          







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