Perdonen mi ignorancia, pero ¿septiembre es el mes de las
bodas?
Yo sabía que en este mes comenzaba la vendimia y el pisado
de las uvas, la recolección de las almendras y la zarzamora, etc., pero esto de
los casamientos...
Nunca vi tantas en
mi vida, y eso que soy una persona que no suele fijarse en estos tipos de
eventos que me suponía más que superados, pero no, se ve que el personal es
masoca e insiste en estrellarse. Dos años para casarse y tres semanas y media
para separarse.
Ya sé que la mayoría de ellos piensan que la suya será
definitiva, que los anormales son los otros, pero luego llega la cruda realidad
y pocos son los que soportan el traumático cambio adquirido.
¡Y yo que creía que después de mí, el noviazgo y el
matrimonio se convertirían en piezas de museo!
A la vista de los resultados, habrá que reconocer el fracaso
del trotskismo español en su intento obsesivo de instaurar como arma
política, en plena transición, su atractiva liberación sexual que a la mayoría de los tíos
nos parecía algo alucinante.
Después de tanto destrozarnos la vista leyendo a la Vera Schmidt y al Wilhelm Reich, de tanto revolcón en la cama, de tanto lastre represivo
arrojado -supuestamente- por la borda, uno suponía que lo que vendría
luego sería el normal apareo animal
de los individuos, al margen de convencionalismos esquemáticos y sociales.
Pero he aquí mi sorpresa que con el paso del tiempo descubro que la cosa sigue igual y,
si me apuran, se agrava. Los jóvenes se hacen novios cada vez más temprano
(hablo, no de intercambiar sexo, sino de comprometerse), y aún son
mayoría los que determinan pasar por vicaría antes de vivir juntos.
He de reconocer que en este tipo de eventos juega más la
parte folclórica que la amorosa, y sorprende comprobar cómo han aumentado la
suntuosidad, la pompa, los fuegos de artificio, máxime desde que el pueblo
–queriendo remedar a su envidiada clase pudiente-, ha accedido al teatro de la
representación fantasmal. Ellos de
chaqué, dejando ver por encima de la camisa unos enrojecidos cuellos de faena que les delata. Ellas con
grandes pamelas, pequeños bolsos y embutidas en diminutos y vertiginosos
zapatos que ponen a pruba su nula experiencia. Todos se sientes protagonistas importantes, y allá que se lanzan, al asalto del
personaje que ese día les toca representar, caminando como pueden y saben, deseosos de llegar al convite y aflojarse los silicios.
Porque esa es otra. Ahora, todo dios se casa en iglesias de
renombre: en la Catedral; en el Salvador; en la Macarena, en la capilla de los
Marineros; en el Gran Poder; en la Anunciación, etc. Ya nadie lo hace en la del
barrio porque casarse ahí rebaja el nivel del acto. Todo está medido,
predeterminado: la iglesia, el vestido, el convite, el reportaje fotográfico,
el viaje... Menos el futuro que los ha de recibir. En este no hay quien
intervenga y siempre acaba imponiendo los designios que nos tiene reservados.
Hacía tiempo que no me acercaba al centro de la ciudad y la
verdad es que daba la impresión de que hubieran pasado cientos de años. Nunca
antes había paseado entre tantos replicantes.
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