El pasado 28 de junio se cumplieron 50 años de la publicación de una de las mejores novelas del siglo XX. Para los jóvenes de aquella época fue -junto al mayo francés-, uno de los acontecimientos que marcó nuestras vidas, produciendo el lógico cataclismo literario que toda innovación provoca en las ávidas y exigentes almas, sedientas de nuevas y atrevidas formas narrativas.
Quién no soñó entonces con aquél mundo bohemio que describía Cortázar en su novela, y quién no se enamoró alguna vez de "su" Maga, buscando entre las chicas que nos rodeaban algún rastro perceptible de ese personaje maravilloso lleno de magnetismo y fantasía.
Para conmemorar este 50 aniversario (un mes atrasado) nada mejor que el artículo que Jordi Gracia publicó el pasado 28 de junio en "El País cultural".
Y sólo alguno de esos Cortázares está en Rayuela, que es un experimento puro y una ordalía de plenitud vital que ni se ve siempre en su epistolario ni forma parte de la biografía de nadie. Pero sí de la textura de ese libro expansivo y jovial como un reloj loco que da la hora que le da la gana y asombra al incauto que se acerca a la literatura con la solemnidad sacral de la verdad con mayúsculas. Es un libro de madurez porque trata del final de la juventud sin sentir que la madurez haya agostado todavía la circulación de la sangre pero ya lejos de las certezas ilusas y la sentimentalidad cándida.
Por eso tiene también aire de novela musical, o de versión novelesca de un musical yanki pasado por la literatura de la angustia y dispuesto a no ceder a ella (ni a la angustia ni a la literatura sombría). Me parece que el secreto de ese experimento piromusical es la fusión de dos hierros, hierros de matar, por supuesto: la pulsión absurda e inocente de un humorismo más blando que ácido y la ternura del amor como montaña rusa con risas y perplejidad.
La combinación de ambas cosas es casi la textura fundamental de la novela y en ella cristaliza ese aroma agridulce de piedad por la tragedia cómica y de magnanimidad por el error sentimental. El amor es un juego verbal y la literatura también, y ninguno de los dos se resignará a ofrecer sólo la versión amarga o desengañada de un intento de felicidad, todavía. El escéptico cinismo de Bryce Echenique y La felicidad, ja, ja, no forma parte del código sentimental de Rayuela porque sería un neutralizador de las virtudes festivas de un libro sin oscuridad, que no sabe de zonas sombrías ni desesperanza. Ese registro lo añadirá el lector escarmentado, y quizá por eso sospechamos hoy que es un libro para lectores juveniles de edad o corazón y es también un libro involuntariamente melancólico leído desde la madurez de edad o corazón. Casi como el mejor jazz.
(Texto: Jordi Gracia, publicado en “El País”
Cultural, el 26 de junio de 2013)
El imán de "Rayuela", una novela mítica
El primer imán es Julio
Cortázar,
por supuesto. Hoy lo tenemos cartografiado por sí mismo en varios volúmenes de
epistolario no sé si con todos los tonos imaginables, pero sí sé seguro que con
tonos que no nos parecen Cortázar, ni el Cortázar de Ceremonias ni el
de las Historias de cronopios y famas. Pero por supuesto en todos
ellos habla, siente y piensa Julio Cortázar. Reencontramos, por ejemplo, al más
joven, aquel que va mandando artículos meditados y reflexivos a la revista Realidad
en Buenos Aires y aquel que debe de leer también las prosas de la angustia
bloqueada de Ernesto Sábato, y el que lee ya fascinado a los surrealistas y a
Edgar Allan Poe.
Y sólo alguno de esos Cortázares está en Rayuela, que es un experimento puro y una ordalía de plenitud vital que ni se ve siempre en su epistolario ni forma parte de la biografía de nadie. Pero sí de la textura de ese libro expansivo y jovial como un reloj loco que da la hora que le da la gana y asombra al incauto que se acerca a la literatura con la solemnidad sacral de la verdad con mayúsculas. Es un libro de madurez porque trata del final de la juventud sin sentir que la madurez haya agostado todavía la circulación de la sangre pero ya lejos de las certezas ilusas y la sentimentalidad cándida.
Por eso tiene también aire de novela musical, o de versión novelesca de un musical yanki pasado por la literatura de la angustia y dispuesto a no ceder a ella (ni a la angustia ni a la literatura sombría). Me parece que el secreto de ese experimento piromusical es la fusión de dos hierros, hierros de matar, por supuesto: la pulsión absurda e inocente de un humorismo más blando que ácido y la ternura del amor como montaña rusa con risas y perplejidad.
La combinación de ambas cosas es casi la textura fundamental de la novela y en ella cristaliza ese aroma agridulce de piedad por la tragedia cómica y de magnanimidad por el error sentimental. El amor es un juego verbal y la literatura también, y ninguno de los dos se resignará a ofrecer sólo la versión amarga o desengañada de un intento de felicidad, todavía. El escéptico cinismo de Bryce Echenique y La felicidad, ja, ja, no forma parte del código sentimental de Rayuela porque sería un neutralizador de las virtudes festivas de un libro sin oscuridad, que no sabe de zonas sombrías ni desesperanza. Ese registro lo añadirá el lector escarmentado, y quizá por eso sospechamos hoy que es un libro para lectores juveniles de edad o corazón y es también un libro involuntariamente melancólico leído desde la madurez de edad o corazón. Casi como el mejor jazz.
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