Una casa de palabras
Estas palabras, escritas para
Julio Cortázar, no llegaron a tiempo.
Quizá él las reciba cada vez que alguien las lea y las comparta.
Quizá él las reciba cada vez que alguien las lea y las comparta.
Julio es una larga cuerda con cara de luna. La
luna tiene ojos de estupor y melancolía. Así lo estoy viendo en la penumbra del
entresueño, mientras desato las pestañas. Así lo voy viendo y lo voy escuchando,
porque Julio está sentado junto a la cama donde despierto y suavemente me cuenta
los sueños que yo acabo de soñar y que ya no recuerdo o creo que no
recuerdo.
Esto he sentido desde que leí sus cosas por
primera vez, hace más de veinte años, y yo siempre con ganas de entregarle
sueños a cambio de los que él me devolvía. Nunca pude. No valen la pena los
pocos sueños míos que consigo recordar al fin de cada noche.
Ahora Helena me ha dado los suyos, para que yo
se los dé a Julio. El sueño de la casa de las palabras, por ejemplo. Allí
acudían los poetas a mezclar y probar palabras. En frascos de vidrio estaban
guardadas las palabras, y cada una tenía un color, un olor y un sabor y cada una
sonaba y quería ser tocada. Los poetas elegían y combinaban, buscando
tonalidades y melodías, y se acercaban a la nariz las frases que iban formando,
y las probaban con el dedo: “Esta precisa más aroma de lluvia”, decía Juan, y
Ernesto decía: “A esta le sobra sal”. La casa de las palabras se parecía mucho a
la casa de Rosalía de Castro, en Galicia; y quizá era. Los árboles se metían por
las ventanas.
O, pongamos por caso, el sueño de la mesa de
los colores. Estábamos todos en ese sueño, todos los amigos sentados en torno de
una mesa, y también la multitud de “extras” que trabajan en cualquier sueño que
se respete. En las fuentes y en los platos había comida, pero sobre todo había
colores: cada cual se servía alguna alegría en la boca y también se servía algún
color, el color que le hacía falta, y el color entraba por los ojos: amarillo
limón o azul de mar serena, rojo humeante o rojo lacre o rojo vino.
Una vez, Helena soñó que sus sueños se
marchaban de viaje y ella iba hasta la estación del tren a despedirlos y por ahí
andaba entreverado, no sé cómo, el Chacho Peñaloza queriendo irse a Beirut. Y
otra vez, hace poco, soñó que se había dejado los sueños en Mallorca, en casa de
Claribel y Bud. En pleno sueño sonaba el teléfono y era Claribel llamando desde
el pueblo de Dejá. Claribel decía que Helena se había olvidado un montón de
sueños en su casa y que ella los había guardado, atados con una cinta, y que sus
nietos querían ponérselos y ella les decía: “Eso no se toca”.
–¿Qué hago con tus sueños? –pregunta Claribel
en el sueño.
–Dáselos a Julio –le sugerí yo, después,
mientras el cafecito nos abría, de a poco, las puertas del día; y Helena estuvo
de acuerdo.
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