Como ya he comentado en otras
entradas, para los que no son de esta parte de Andalucía, aclararé que lo que
nosotros llamamos “Mosto” es un vino joven con una fermentación
aproximada de cuarenta días y una graduación alcohólica que, dependiendo de la
uva empleada y la zona donde ésta se cultive, pueden alcanzar entre los 11.5º y
los 12.5º.
La costumbre de beber estos
mostos en determinadas provincias de la comunidad (Cádiz, Huelva y Sevilla)
parece que la hemos heredado de la época andalusí. Como bien sabéis, el Corán
prohíbe el consumo de alcohol, por lo tanto, para poder burlar la ley, el
ingenio popular encontró una manera de consumirlo sin infringir las normas:
elaborar un producto con escasa fermentación que no se acercara ni remotamente
al año, fecha mínima exigida para que este caldo se considerara vino.
Pues bien, una vez hecha esta
aclaración, pasemos al tema que más se debate, todos los años, alrededor de una
jarra de mosto: ¿Cuál es la fecha adecuada para su consumo?
Las opiniones son para todos los
gustos. Hay quienes mantienen que la mejor época para tomarlo es a partir de
San Andrés, acogiéndose al refrán que dice: “Para San Andrés, vino o vinagre
es”, y deja de tener interés, a partir de enero o febrero. No les quito la razón, pero –y ahí es donde
discrepo-, el mosto ya va dejando de ser mosto y se acerca más al vino, ganando
en cuerpo y limpieza, pero perdiendo los azúcares que lo hacen tan fresco y agradable en
boca y tan aromático al olfato.
Si he de definirme, la verdad es
que yo soy de los que no tienen problema. Para mí es una bebida tan compleja, tan viva y armoniosa, siempre en constante proceso de transformación, que en su corto recorrido, hasta convertirse en vino, pasa por determinadas fases de las que no rechazo
ninguna, es más, soy de los que sigo consumiéndolo –embotellado en los primeros
meses y bien guardado en la alacena-, hasta en la época estival, algo que les
puede resultar un sacrilegio a los “entendidos” en la materia.
Son muchos los que rechazan la turbiedad del mismo, así
como también forman legión los que se decantan por esto último.
Los primeros aducen –creo que sin
fundamento, siempre que hablemos de lugares serios, claro-, que están
removidos para satisfacer a un sector de clientes “que nada saben de mostos”, y
que tienen una elevada carga química (¿?).
Los segundos esgrimen que este
producto, cuanto más próximo esté a la edad de su hermano, el verdadero mosto,
mejor sabor y aromas contendrán, ya que al tener poca oxidación, mantienen
los oligoelementos en perfectas condiciones y se pueden percibir con mayor
nitidez todos sus componentes. Con el paso del tiempo en la bota, gana en grados y limpieza pero a cambio pierde ese gusto y aroma final afrutado que a muchos nos atrae.
En fin, este es un atractivo debate
que no tiene - afortunadamente-, conclusión final, gracias al cual, cada
año, tenemos una excusa justificada para introducirnos en esos ágoras del saber enológico,
que son las bodegas y tabernas, para poder seguir hablando sobre el complejo mundo
del mosto... Porque esa es otra, para quien no lo conoce -o no ha intentado conocerlo-,
y para los sibaritas del vino, el mosto es “aguachirri”, y los que lo consumimos,
viejas antiguallas y analfabetos enológicos.
Por suerte, el consumo de este elixir y la potenciación de las llamadas "Rutas del Mosto"
es algo que está en alza: “algo tendrá el agua cuando la bendicen”.
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