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viernes, 15 de junio de 2012

Eduardo Galeano: "Los sueños de Helena"






Cuando necesito leer y no quiero equivocarme, una apuesta segura es elegir una obra de Eduardo Galeano. Ya sé que me repito en mis propuestas y que el autor al que tanto admiro, también se repite en su temática y, sobre todo, en su técnica literaria, pero qué quieren que les diga, uno es incorregible y tiene el defecto de la fidelidad literaria, así que han de perdonar mi lealtad –a riesgo de resultar pacato- por este autor uruguayo. En este caso me refiero a su libro “Los sueños de Helena”, publicado en España por Libros del Zorro, editorial catalana que se ha lucido en la edición, y que por su extraordinaria labor ha merecido el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial.
El libro no es más que una recopilación de textos ya publicados en anteriores obras ("Memoria del fuego/los nacimientos", "El libro de los abrazos", "Las palabras andantes", "Bocas del tiempo" y "Espejos"; “Casa que viaja” se publica por primera vez), pero que tienen como centro la plasmación de las sensaciones oníricas de su mujer, adentrándonos de esta manera -con una técnica que está entre el relato y la poesía- en el mundo del inconsciente, lleno de fantasía y “verdadera irrealidad”, donde la locura y la genialidad se dan la mano con un tono de hermosa frescura y armonía infantil.
Pero si interesante es la prosa-poesía de Galeano, no menos destacable son las ilustraciones de Isidro Ferrer (Premio Nacional de Ilustración) que acompañan el texto, compuestas por una especie de collages papirofléxico, de carpintería, bazar y otros productos reciclables al uso, que aportan al conjunto del libro un componente regulador, así, mientras que nos detenemos a contemplar la belleza de esta realización artística, aprovechamos para coger aire, digerir y asimilar ese sugestivo chorro de palabras que nos sobrecogen y, a veces, nos dejan sin aliento y con cierta humedad en la mirada. 
Enhorabuena a  esta editorial por el acierto en la publicación de este trabajo, un pequeño, pero grande libro, que nos demuestra que la literatura -y por añadidura, el libro en formato papel-, cuando es buena y está bien “tratada” (entiéndase: bien editada) no corre riesgo de extinguirse.
Les recomiendo encarecidamente su lectura.


PRÓLOGO

Helena me humillaba cada mañana, a la hora del desayuno, contándome sus sueños prodigiosos.
Ella entra en la noche como en un cine, y cada noche un sueño nuevo la espera.
Mientras ella cuenta, yo bebo mi café en silencio.
Más me vale callar. Los pocos sueños míos que consigo recordar son de una bochornosa estupidez.
Para vengarme, escribo los sueños que ella vuela.
Aquí están, reunidos, fugitivos de las páginas de mis libros que ellos, los sueños, han mejorado tanto.


CASA QUE VIAJA

Estábamos sentados en una escalera, mirando la mar desde una casa que había sido nuestra casa y ya no era, porque debíamos irnos sí o sí, ya mismo.
Nos levantamos y nos fuimos alejando, pasito a paso, y en eso me di cuenta de que Helena llevaba un hilo en la mano y atada al hilo viajaba la casa, que con nosotros se iba, siguiéndonos.
Ella le había puesto rueditas.

JUANA

Helena deambulaba por el mercado de sueños, donde las vivanderas ofrecen sueños desplegados sobre grandes paños en el suelo.
Con Helena camina una amiga, que se llama sor Juana Inés de la Cruz, y su abuelo, que está muy triste porque lleva muchas noches sin soñar.
Juana ayuda al abuelo a elegir sueños, sueños de mazapán o de algodón o de aire, alas para volar durmiendo, y el abuelo se marcha tan cargado de sueños que no habrá noche que alcance.

TE PIDO QUE ME SUEÑES

Aquella noche hacían cola los sueños, queriendo ser soñados.
Helena no podía soñarlos a todos, no había caso, no había manera.
Uno de los sueños, desconocido, se recomendaba:
-Suéñame, que le conviene. Suéñeme, que le va a gustar.
También hacían cola unos cuantos sueños jamás soñados, pero entre ellos Helena reconocía al intruso de siempre, ese bobo, ese pesado, y a otros sueños que decían ser nuevos pero eran viejos conocidos de sus noches de volanderías y navegaciones.


LA CASA DE LAS PALABRAS

A la casa de las palabras, acudían los poetas.
Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran que las tocaran, que las lamieran.
Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz.
Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.
En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino... 

EL BAILE

Helena bailaba dentro de una caja de música, donde las damas de miriñaque y los caballeros de peluca giraban y hacían reverencias y seguían girando. Aquellos trompos de porcelana eran un poco ridículos pero simpáticos, y daba placer deslizarse con ellos en la espiral de la música, hasta que en una voltereta Helena tropezó, cayó y se rompió.
El golpe la despertó. El pie izquierdo le dolía mucho. Quiso levantarse, no podía caminar. Tenía el tobillo muy inflamado.
-Me caí en otro país –me confesó- y en otro tiempo.
Pero no se lo dijo al médico.


EL IMPERIO DEL MIEDO

Durmiendo, nos vio.
Helena soñó que hacíamos fila en un aeropuerto igual a todos los aeropuertos y estábamos obligados a pasar, a través de una máquina, nuestras almohadas.
En cada almohada, la almohada de anoche, la máquina leía los sueños.
Era una máquina detectora de sueños peligrosos para el orden público.

AMARES

Nos amábamos rodando por el espacio y éramos una bolita de carne sabrosa y salsona, una sola bolita caliente que resplandecía y echaba jugosos aromas y vapores mientras daba vueltas y vueltas por el sueño de Helena y por el espacio infinito y rodando caía, suavemente caía, hasta que iba a parar al fondo de una gran ensalada.
Allí se quedaba, aquella bolita que éramos ella y yo; y desde el fondo de la ensalada vislumbrábamos el cielo. Nos asomábamos a duras penas a través del tupido follaje de las lechugas, los ramajes del apio y el bosque del perejil, y alcanzábamos a ver algunas estrellas que andaban navegando en lo más lejos de la noche.



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