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lunes, 18 de junio de 2012

Aquellos americanos de nuestra infancia








En uno de los frecuentes ejercicios de nostalgia a los que tan habituados estamos los que alcanzamos cierta edad, les contaba a los acompañantes que pacientemente me oían, unos curiosos acontecimientos callejeros que vivimos algunos chavales cuando éramos niño. 
Sería por el año 1964 aproximadamente, pues no tendría yo más de 11 años. El lugar, el barrio (el Polígono) y la “línea fronteriza” que existía entre éste y el área residencial (Santa Clara), donde vivían los norteamericanos que por aquel entonces colonizaban una parte de Sevilla, agregados a las bases aéreas militares que el franquismo les permitía en el pueblo sevillano de Morón de la Frontera y el cercano aeropuerto de San Pablo.


Militares yanquis de la base de San Pablo





Ocurría que, para los negruzcos y famélicos niños sevillanos que ocupaban las barriadas limítrofes de la ciudad en aquellas fechas, el desconocido, novedoso y mágico mundo que se presentaba ante nuestros ojos era tan atractivo e inabordable, que ni siquiera la amenaza de la Guardia Civil -cuerpo “encargado de protegerles”-, ni el temor a los corpulentos y robustos cuerpos de los niños yanquis, hacían que desistiéramos en profanar su vigilado territorio. 
Era un paraíso cercano que te seducía y succionaba, eliminando cualquier resistencia mojigata que impidiera la intrusión en ese reino prohibido y misterioso donde descubríamos gentes y palabras diferentes: juguetes, comidas, chucherías, costumbres y juegos, hasta ese instante, para nosotros, ignorados
Nada nos detenía a invadir ese lugar idílico, ni siquiera la amenaza que pendía sobre nuestras cabezas –nunca más acertado el término- si nos atrapaban los del Acharolado Tricornio; el castigo consistía en meter la maquinilla - aquella antigua de pelar- por la cabeza, empezando desde la frente, continuando en línea recta,  hasta finalizar en la nuca, y luego -cruzándose con el surco anterior-, llevarla de oreja izquierda a derecha, con lo que lograban una "perfecta creación artística" de la que surgía una obscena y vistosa cruz griega que te marcaba para varias semanas. Y si reincidías, la cruz la "embellecían" con una pintura de color llamativo, para que tu localización se hiciera más fácil.


 Parte del aguerrido grupo "patriota"



No entendíamos el comportamiento poco amigable del Benemérito Cuerpo contra nosotros. La verdad es que no veíamos nada reprobable en nuestros actos cuando accedíamos al territorio enemigo: llegábamos al parque, desalojábamos a los rubitos que jugaban en los columpios y los toboganes, y los tomábamos "prestados", hasta que teníamos que salir corriendo ante la amenazante presencia de la Verdosa Pareja. 
Si por el camino veíamos una bicicleta “tirada”, algún vehículo teledirigido “abandonado”, o cualquier otro cacharro "perdido", nos precipitábamos sobre ellos, dando gracias al cielo por la suerte que habíamos tenido encontrando tan maravillosos objetos, y los llevábamos a nuestras casas, tomando siempre las precauciones oportunas para que no los viesen nuestros padres y pudieran pedir explicaciones que nos comprometieran. 
No es que tuviésemos remordimientos por nuestro comportamiento. Nosotros –en nuestra fabulación cómplice- nunca creímos cometer un acto reprobable, porque lo único que hacíamos era "recoger" de la calle los trastos "inservibles" que los niños americanos "ya no querían”.

Luego estaba el conflicto que manteníamos con los yanquis mayores, o sea, los hermanos de los que el día anterior sufrieron nuestro refriega. Esta batalla se dilucidaba en la “zona fronteriza” (una gran extensión de terreno plantado de limoneros que más tarde ocuparía los barrios D y E) que mediaba entre la parte española y la americana. 
Siempre ocurría de la misma manera. Cuando más enfrascados estábamos en la captura de la brillante culebra,  del ocelado lagarto, o de las escurridizas lagartijas, allá que aparecían ellos a tomar venganza en nombre de sus escacharrados hermanitos. Ágiles –como años más tarde descubriría en West Side Story-, se llevaban las manos a los bolsillos de sus cazadoras y sacaban unas navajas automáticas y bien afiladas, que la verdad sea dicha, impresionaban, pero nada más que eso, porque sus armas no suponían nada al lado de las que poseíamos nosotros: el bueno de Quique -algo mayor que nosotros-, y su pastor alemán, “Capitán”. En el preciso instante en el que se producía la refriega, Quique, en un movimiento reflejo y rápido, atrapaba la culebra por la cola y, como si de un látigo se tratara, se lanzaba contra ellos, -siempre acompañado de su fiel perro-, y se bastaba él sólito contra todo el grupo, a golpes de culebrazos. 
Como es lógico, los nietos del Tío Sam -individuos de hermosa presencia y saludables intenciones, pero poca valentía- no resistían la embestida por sorpresa de aquel harapiento embravecido y salían corriendo para su protegido recinto, todo lo rápido que sus piernas les permitían, olvidando en su huida algunas de las navajas que esgrimían, pero que nosotros nos nos atravíamos a "recoger", por temor a la Benemérita.



Cuando no se atrapaban bichos, o pelear con los rubios yanquis, tocaba jugar al fútbol, de donde surgía unas auténticas relaciones diplomáticas


Así, una y otra vez. Unas veces la invasión a sus dominios; otras, el intento de desquite por parte de ellos y la pretendida confiscación de nuestros tesoros faunísticos. Nosotros envidiábamos lo que no teníamos y a ellos les sobraba, mientras que ellos deseaban aquello que tan fácilmente conseguíamos y que les era tan difícil de obtener: un puñado de bichejos. 
Algunos, incluso, hasta se hicieron buenos amigos nuestros, y a los que siempre estuvimos agradecidos por colaborar en que nuestras reservas de chicle americano, tabletas de chocolate con almendras, apetitosos sandwichs de jamón york y queso (algo completamente desconocido en el pequeño mundo que nosotros habitábamos) y la enseñanza de algunas palabrotas en inglés, siempre estuviesen repletas. 
Luego, nosotros, en contraprestación, debíamos soportar sus terribles patadas en las espinillas cuando jugábamos al fútbol, pero éramos españoles y agradecidos, y lo aceptábamos. Ya desde chiquillos entendimos lo que más tarde conoceríamos como "las relaciones diplomáticas cordiales entre dos pueblos." Y les dejamos que disfrutaran de nuestras hermanas, y, también, que llenaran el barrio de mulatitos. Todo lo hacíamos por el “entente cordiale”, eso sí,  mientras que no se atrevieran a tocar nuestras estilizadas culebras ni nuestros coloreados lagartos.










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