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jueves, 15 de septiembre de 2011

Conviviendo con un joven de los años setenta


Creía que había muerto, pero sólo estaba dormido, ese joven de los años setenta que un día fui. A veces, se remueve mi interior, estremeciéndome, desagradablemente, cuando contemplo en la actualidad las mismas injusticias que un día justificaron mi movilización.
De pronto, sin esperarlo, un pequeño detalle me retrotrae al pasado aún no muy lejano, a los años setenta, aquel tiempo donde intentamos cambiarlo todo, dar la vuelta al calcetín, desmontar lo viejo, pintar las calles con nuevos colores y escribir en las paredes los más terribles y tiernos versos.
Pretendimos hacer tantas revoluciones que, al final, no conseguimos ni siquiera una, la más asequible, la menos divergente, la más necesaria: la de la ruptura democrática con el pasado.
Nos utilizaron como sólo los políticos saben manipular a la masa: de manera cruel y sin escrúpulos, entendiendo que éramos el instrumento animal que desmontaría el pasado y les llevaría al gobierno.
Eran tiempos de luchas, de temores, de fantasmas con sombreros por las esquinas, de prisiones, de reposos sobresaltados, de gargantas resecas.
Poco tiempo nos quedaba para el estudio, las aficiones, los amores, la familia, ni siquiera el justo como para compartir los sueños.
Todo iba deprisa: a diez, a cien, a mil por horas, la tirada de panfletos, las pintadas, hasta en las huidas, delante de los “grises”, se batían auténticos record mundiales del olimpismo.
Lo cierto es que a los días le faltaban minutos, a las noches almohadas y a nuestros enflaquecidos cuerpos, descanso.
No se podía perder el tiempo: la revolución estaba por hacer y se trataba del futuro prometedor que mañana heredarían nuestros hijos.
Así pues, enfundados en nuestros vaqueros, camisas de franela a cuadros, medio desabrochadas, por fuera, botitas de piel vuelta por los tobillos, melenas por los hombros y emboscados en unas luengas barbas, nos lanzamos a conquistar el mundo, a sembrar la paz por todos los rincones de la tierra... hasta que llegaron las primeras elecciones, las segundas, las terceras, y vimos que aquí, en España, poco o nada había cambiado.
Estamos en el 2011. Padecemos una crisis económica –de la otra, mejor ni hablar-, el dios religioso que intentamos matar se ha transfigurado en uno mercantil, la cultura es una utopía, igual que el hombre libre e independiente, que ha dejado de ser un alucinante proyecto para convertirse en un desagradable resultado.
El paso de los años ha blanqueado el pelo, ha encallecido el cuerpo, nos ha hecho más incrédulos, más reflexivos, más pausados, menos entusiastas, por eso, nuestro entretenimiento favorito es, dedicarnos a ver puestas de sol, por lo que pueda pasar, por si el futuro nos alcanza de una maldita vez por poniente.
A pesar de todo, no han logrado cortarnos las alas, por eso, muchos de aquellos rebeldes de los setenta, confían –con la paciencia que adquieren los que algo importante esperan-, que la paloma de la ilusión se pose, al fin, entre nosotros.

Pero bueno, ¿Y cual es el detalle que ha producido esta sarta de recuerdos? ¡Perdón! Con tanta historia se me olvidaba.
El detalle, el chispazo ha sido, escuchar y ver un vídeo compuesto y realizado por un amigo de toda la vida, Paco Mejías, un cantautor sevillano –uno de los muchos que proliferaban por esa época que he rememorado-, que paseó sus canciones –y su grupo- por todos los rincones de la ciudad: allí donde hubiera un club cultural de barrio, se encontraba él. Con sus canciones, su poesía, ayudaba a que ciento de personas descubrieran que, tras las palabras cantadas, además de un mundo de belleza, existía también, un mundo de rebeldía, un inmenso mundo de solidaridades y compañías.
Creció haciendo música y en la actualidad sigue haciéndola. Nada le detiene. Son de los muchos que se quedaron por el camino, que no tuvieron suerte, o tal vez no la buscaron. Paco sigue componiendo, él disfruta, a pesar del anonimato de sus resultados. De vez en cuando sube algún que otro video a You Tube, por eso del morbo juvenil: You Tube debe recordarle los viejos garitos de los años setenta. La canción que presento, "El puente", pertenece a aquella época dorada. Ha pasado bastante tiempo desde entonces, pero lo que es innegable es que se trata de una excelente composición, buena música y una maravillosa letra que pertenece a un desconocido -en aquellos años- y gran poeta ruso: Evgueni Evtushenko.
He de agradecer a mi querido amigo, que haya hecho posible que retrocediera en el tiempo, sin necesidad de pagar peaje.
Que ustedes lo disfruten.




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