Marruecos es un problema gordo que tenemos a catorce kilómetros de Tarifa, y que se mantendrá a pesar de que se le entregue definitivamente el Sahara, Ceuta y Melilla. La excusa, ahora, son los territorios demandados para concluir el “Gran Marruecos” al que aspiran sus dirigentes, y que les sirve en más de una ocasión para desviar la atención de sus súbditos cuando surge alguna contestación en el país. Luego será la lucha por el mercado agrícola que los dos mantienen dentro de la Unión Europea, y más tarde cualquier otro que se saque de la manga el reyezuelo de turno para entretener a sus ciudadanos mientras les escamotea el bienestar social y la democracia.
Para ello, Marruecos cuenta con un gran aliado: España, o mejor dicho, los respectivos gobiernos de España. Desde la muerte del dictador Franco la cosa ha ido empeorando, las relaciones con el país vecino se han desarrollado siempre con timidez, con más temor que realismo, tratando de emplear argumentos democráticos con aquellos que no conocen otra cosa más que el despotismo.
Hace ahora diez años, el político andaluz Julio Anguita se manifestaba sobre el asunto como en él era habitual: claro y bien documentado. En sus declaraciones repartía responsabilidades a diestro y siniestro: EE.UU. –éste país como siempre, ¡cómo no iba a estar presente en un conflicto mundial que se precie!-, Francia, por los intereses comerciales que le atan al déspota, la Unión Europea, que se comporta como si no fuera con ella, y también, por qué no mencionarlo, los politiquillos españoles que si no pisan la Tierra con los problemas domésticos cuánto menos con los internacionales.
En fin, que Dios nos coja confesados y paciencia, porque el problema de Marruecos con España va para largo.
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