Final de la representación donde el director de la obra, Carlos Álvarez, sale a recibir el aplauso del público
Lo conocí a principios de los setenta en el estreno de la obra de teatro “La casa de Bernarda Alba”, de Lorca, que se representaba en el Instituto Velázquez de la ciudad. Carlos era profesor de Literatura de mi novia y director del grupo de teatro del que ella formaba parte y que, a instancias de él, se había creado en dicho instituto.
Eran tiempos en los que la
Cultura (con mayúsculas) estaba en ebullición -a pesar de la escasez de
libertades y de medios-, y la Literatura, la Filosofía, la Historia, la Psicología,
etc., se hallaban al orden del día y cualquier persona que medio destacase, era
susceptible de irradiar una influencia decisiva sobre aquellos satélites
insaciables de conocimientos que vagábamos a la caza de ello.
Así sucedió con Carlos: su profundo
amor por las letras (oírlo hablar de Valle Inclán era todo un placer) y las
tablas del teatro hicieron que mantuviésemos una relativa amistad que
permaneció durante varios años, relaciones que yo –con el descaro y la
naturalidad que proporciona la edad- aproveché para “servirme de él” y pedirle
en varias ocasiones que viniese a dar alguna charla y recital de poesía al
Centro Cultural que los jóvenes del barrio habíamos montado con nuestros escasos recursos económicos. Él jamás se negó, a pesar de lo cogido de tiempo en que siempre
andaba.
Han pasado cuarenta años y aún sigo recordando con placer aquél recital de poemas de Nicolás Guillén y observando las caras de satisfacción de los vecinos que oían extasiados aquellos versos declamados con esa voz de fagot que lo caracterizaba, y que parecía venir del interior de una mina. Y cómo aplaudieron con el poema, “Soldadito boliviano”, en el que aquel delgaducho y barbudo profesor asturiano, recriado en Sevilla, ponía todas sus fuerzas y entusiasmo.
Han pasado cuarenta años y aún sigo recordando con placer aquél recital de poemas de Nicolás Guillén y observando las caras de satisfacción de los vecinos que oían extasiados aquellos versos declamados con esa voz de fagot que lo caracterizaba, y que parecía venir del interior de una mina. Y cómo aplaudieron con el poema, “Soldadito boliviano”, en el que aquel delgaducho y barbudo profesor asturiano, recriado en Sevilla, ponía todas sus fuerzas y entusiasmo.
Luego llegaron momentos difíciles
y acaparadores que nos dejaron literalmente sin tiempo para encontrarnos, hasta
que murió el pequeño dictador y se puso en marcha esa estafa que llamaron
transición y más tarde democracia. Todos los partidos de izquierdas se lo creyeron
–o más bien nos lo hicieron creer- y entraron al trapo pensando que podían competir
con los poderes fácticos. Y en uno de esos esperpénticos mítines que montaron
estos partidos nos encontramos a Carlos. No recuerdo bien si iba de candidato,
pero daba igual, era generoso y optimista y quería poner sus cualidades
personales al servicio de su partido.
No sé qué tiempo seguiría
militando; conociéndolo, no creo que mucho porque ya no lo volvimos a encontrar
hasta mediados del los ochenta, -lejana y aborrecida la transición-, en el Palacio Central -antiguo teatro convertido en cine y nuevamente reconvertido en Teatro-, en el que el CAT (Centro Andaluz de Teatro)
ofrecía una representación. Cuál no sería nuestra sorpresa al reconocer entre
los actores a Carlos, metidito ya en años, pero tan soberbio como siempre. Después vino su introducción en el cine y ¡por fin! la grata noticia de la
conquista del Goya en 1999 como mejor actor revelación en la película de Benito
Zambrano, Solas, que acabó de mostrar a nivel estatal (un poco tarde) la calidad interpretativa de este actor ya metidito en años.
Hace poco estuve viendo una interesante entrevista
que le hicieron en televisión. Me pareció bastante desmejorado, aunque no le di
importancia porque siempre tengo la imagen de un Carlos mayor. Y hoy, miércoles
23 de septiembre, inaugurado el otoño, se precipita en los medios informativos
su muerte a los 75 años, gran parte de ellos dedicados silenciosamente a lo que
más le gustaba: la Literatura, el Teatro, el Cine, en definitiva, LA CULTURA.
¡Que Atenea lo acoja en su regazo!
Representación de la obra "La casa de Bernarda Alba", por el grupo de Teatro del Instituto Velázquez, que en aquellos "gloriosos años" era sólo para niñas
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