Son esas menudas cosas que no piden venir al mundo, esos trocitos de nosotros mismos que llevan nuestra propia sangre, ese milagro que se engrandece con el tiempo. Los traemos a la vida inconscientemente, muchos como adquieren una mascota en la tienda del barrio, otros ni siquiera como animal de juego, los engendran por ignorancia, por accidente sexual, por descuido gravoso, y llegan con sus caritas y manos arrugadas a respirar la asfixia que nosotros le damos.
Algunos vienen con la desgracia bajo el brazo. Son muchos los que desde muy pequeño son explotados laboral y sexualmente por sus propios padres, por aquellas personas que lo engendraron en la oscuridad de la choza, pero con pocos años son arrojados a la calle para aliviar la penuria económica que padece la familia. Los emplean en las minas para que accedan a los lugares donde no cabe un adulto; recogen lo que hay de valor en los grandes vertederos de los extrarradios; piden limosnas en las calles de las ciudades, fabrican pesados ladrillos para las construcciones, etc., cuando no son empleados asquerosamente para el trato sexual.
Son chiquillos sin futuro, sin aspiraciones, sin edad, que sólo tienen el consuelo que una bala, o la punta afilada de un cuchillo, ponga fin a su desgraciada vida.
A otros se les emplea en las terribles guerras que asola el mundo. Son guerras que promocionan los mayores, pero en la que cada vez con más frecuencia, se ven envueltos adolescentes y niños que apenas pueden con el fusil con el que disparan, y que, por supuestos, desconocen por qué motivo pelean.
Son niños desamparados, sin vida propia, ajenos a su infancia, abandonados a su suerte por un primer mundo que revienta en la tontería y la opulencia. Dicen las organizaciones humanitarias que trabajan en esos sitios que con la mitad de lo que tiramos a diario a la basura en occidente, hay suficiente para poder alimentar a todos los niños hambrientos del mundo, y que con sólo un día de ayuno, aseguraríamos las necesidades alimenticias de esos países por muchos meses.
No lo puedo remediar. La mirada de estos niños se me clava en el alma cada vez que los contemplo. Cómo es posible que la humanidad haya llegado a estos extremos: en una parte del mundo la gente se muere sencillamente de hambre, mientras en otra, morimos impúdicamente hartos. Cuesta mucho creer en bondad del ser humano. Insolidaridad y despreocupación es lo que nos hace que sigamos adelante, si no, sus miradas se nos clavarían en el cuerpo como auténticos puñales. No hay derecho.
Algunos vienen con la desgracia bajo el brazo. Son muchos los que desde muy pequeño son explotados laboral y sexualmente por sus propios padres, por aquellas personas que lo engendraron en la oscuridad de la choza, pero con pocos años son arrojados a la calle para aliviar la penuria económica que padece la familia. Los emplean en las minas para que accedan a los lugares donde no cabe un adulto; recogen lo que hay de valor en los grandes vertederos de los extrarradios; piden limosnas en las calles de las ciudades, fabrican pesados ladrillos para las construcciones, etc., cuando no son empleados asquerosamente para el trato sexual.
Son chiquillos sin futuro, sin aspiraciones, sin edad, que sólo tienen el consuelo que una bala, o la punta afilada de un cuchillo, ponga fin a su desgraciada vida.
A otros se les emplea en las terribles guerras que asola el mundo. Son guerras que promocionan los mayores, pero en la que cada vez con más frecuencia, se ven envueltos adolescentes y niños que apenas pueden con el fusil con el que disparan, y que, por supuestos, desconocen por qué motivo pelean.
Son niños desamparados, sin vida propia, ajenos a su infancia, abandonados a su suerte por un primer mundo que revienta en la tontería y la opulencia. Dicen las organizaciones humanitarias que trabajan en esos sitios que con la mitad de lo que tiramos a diario a la basura en occidente, hay suficiente para poder alimentar a todos los niños hambrientos del mundo, y que con sólo un día de ayuno, aseguraríamos las necesidades alimenticias de esos países por muchos meses.
No lo puedo remediar. La mirada de estos niños se me clava en el alma cada vez que los contemplo. Cómo es posible que la humanidad haya llegado a estos extremos: en una parte del mundo la gente se muere sencillamente de hambre, mientras en otra, morimos impúdicamente hartos. Cuesta mucho creer en bondad del ser humano. Insolidaridad y despreocupación es lo que nos hace que sigamos adelante, si no, sus miradas se nos clavarían en el cuerpo como auténticos puñales. No hay derecho.
Buen tema, para concienciar, pero el problema aqui,es que ya todo nos da exactamente igual.
ResponderEliminarVivimos en una burbuja, que nos hemos creado nosotros mismos, para nuestro propio ego personal, estamos curados de espantos.
Antes cuando veiamos imagenes como esas, niños explotados, niños del Tercer Mundo en la televisión, nos sobrecogia, ahora de tanto ver catrastofes y guerras, estamos desensibilizados, quizas tanta información nos a dañado en exceso. Muchas veces manipuladas por los periodistas, e informativos, incluso por los propios paises, que nos han querido vender una imagen inequivoca, para la explotación aún más si cabe,de su gente.
Totalmente de acuerdo, Edy.
ResponderEliminarPara no sufrir, nos insensibilizamos... y el problema resuelto.
Saludos.